Tijuana.— Cuando Renel llega a su restaurante favorito grita “Yow sak pase”, luego alza la mano con el puño cerrado y el pulgar levantado. Camina directo a la estufa, saluda a la cocinera, toma una bebida del refrigerador y empieza a platicar, nadie en ese sitio habla otro idioma que no sea el suyo: criolle, ni come ni bebe nada que no sea de su país. La Cocinita Haitiana huele y sabe a patria, pero también en ese lugar, enclavado en el centro de Tijuana, se orquestó parte del éxodo que llegó a Acuña, Coahuila y hoy se dirige a otras fronteras del país.
Renel nació y vivió en Haití, ahí logró su primer doctorado. Consiguió uno más en Brasil, país al que migró hace años, pero una vez que llegó a Tijuana —el 23 de septiembre de 2020— no perdió el tiempo y, por tercera ocasión, se convirtió en doctorante, ahora en la Universidad Autónoma de Baja California (UABC). Es alto y fuerte, camina con una sonrisa tímida que nunca se borra, su barriga apenas se asoma, “es ligera”, dice él, y se echa a reír.
Hasta agosto pasado el Instituto Nacional de Migración (INM) reportaba que en Baja California fueron entregados 2 mil 949 documentos de residencia legal a personas que llegaron de Haití, algunos de ellos sólo se trataron de trámites de renovación porque en realidad la comunidad de la isla llegó a Tijuana desde 2016, cuando arribaron con la primera caravana. Renel piensa que son más porque hay algunos que nunca quisieron legalizarse y otros estaban a la espera de recibir sus documentos.
Pero casi todos, dice, hicieron maletas y se fueron rumbo a Ciudad Acuña, Coahuila, para terminar en un gran campamento con más de 14 mil migrantes haitianos bajo un puente del lado estadounidense del río Bravo. Además de la comunidad de Tijuana, miles habían llegado directamente de la isla La Española —que comparten Haití y República Dominicana—, pero otros eran refugiados de Chile y Brasil, quienes semanas antes habían sido desalojados de sus asentamientos. Tras el desmantelamiento de los campos en la frontera de Acuña, muchos han empezado a cruzar a Estados Unidos por los desiertos de Sonora y Baja California, ya no por Tijuana, como era tradición, sino por Mexicali.
La salida de Tijuana
“Uno a uno comenzaron a llegar con maletas al restaurante, es como el punto de reunión, todos llegamos aquí”, recuerda Renel de cuando comenzaron a irse rumbo a Coahuila, a principios de septiembre. “Llegaban, comían y se iban. Tenían como una junta, se comunicaban por grupos de WhatsApp o Facebook, así se enteraban de las rutas”, explica.
Los que estaban en Tijuana o en cualquier otro punto, explica Renel, son quienes dejaban todo y se iban de aventón. El dinero que ganaban en las maquiladoras, donde algunos lograron conseguir trabajo, no les permitió otro tipo de comodidades más que pagar 250 pesos a algunos conductores de autobuses; los refugiados de Chile y Brasil si podían costear sus viajes, venían con más de recursos.
Renel y Anel consideran que hay redes de apoyo que sostienen el éxodo, desde la estructura para comunicarse a través de las redes sociales hasta el dinero que envían como remeses aquellos que lograron llegar a Estados Unidos. No es tan diferente de lo que hacen otros grupos de migrantes, dice Renel, unos dan el dinero y otros explican la ruta para los que van en tránsito.
Los guardianes
Renel y Anel, ambos, se han convertido en una especie de custodios de todo lo valioso que las familias dejaron al migrar una vez más. Durante los últimos días han recuperado los vestigios de una vida: llaves de departamentos o de coches, maletas, documentos, fotografías, cartillas del Seguro Social. Incluso —recuerda Anel—, algunos dejaron libretas en las que escribieron sus características físicas, por si nunca vuelven a saber de ellos.
En una hoja del cuaderno Jean, un joven haitiano de 29 años, dejó escrito su nombre completo: Jean. 22 de febrero de 1992. Los nombres de su padre y madre. Estados civil, casado.
Mido 1 95. Mis ojos son negros, mi cabello es negro.
La página de esa libreta, con esa información, explica Anel, es porque al irse saben que al intentar cruzar la frontera no hay garantías. Migrar a Estados Unidos desde cualquier punto puede significar una deportación hacia México, Guatemala o Haití, pero también es una realidad que pueden desaparecer en algún desierto o zona agreste en el norte del país. Es el precio del éxodo haitiano.
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