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Victoria está llorando e intenta soportar el dolor; Daniela le soba el vientre mientras le pide que describa la intensidad de las contracciones. Victoria ni siquiera puede hablar, se presiona tan fuerte que sus manos se vuelven rojas. Es sábado y son las cuatro de la tarde.
En la Escala Visual Analógica (EVA) de dolor, que va del uno al diez, donde uno es el mínimo y diez el máximo, Victoria está en un ocho. Lo sabemos porque, aunque no puede hablar, muestra la mano izquierda enrojecida a Grace. Primero cinco dedos y luego tres. Sólo alcanza a decir “no me sueltes”.
Victoria es activista y tiene nueve años acompañando abortos de manera presencial y también en línea, conoce bien la sintomatología. Hay semanas en las que realiza hasta 12 procedimientos con dos medicamentos: mifepristona y misoprostol. Este es su tercer aborto, la primera vez en que la acompañan sus amigas.
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Que el aborto esté despenalizado en varios estados de México no garantiza que una mujer pueda acceder a este derecho en una clínica pública, y hasta privada, de manera digna porque a menudo se le cuestiona, estigmatiza y maltrata por el personal de salud, que en ocasiones, no está capacitado con perspectiva de género y antepone sus propias creencias.
Por esto, procedimientos como éste continúan en la clandestinidad, usando las redes de apoyo de mujeres como acompañantes. Ellas se hacen llamar “acompañantas”. La información pasó de boca en boca hasta convertirse en manuales especializados, a los que cualquiera puede acceder.
Cuatro mujeres en una habitación el fin de semana parecen más una pijamada que un acompañamiento, así es como se le ha denominado a la práctica de guiar y cuidar de otras mujeres.
Los padres de Victoria apoyan a su hija. Ellos saben que es activista por los derechos sexuales y reproductivos, e intuyen que la reunión es para un procedimiento. No preguntan, intentan hacernos sentir cómodas y seguras.
Sin embargo, Victoria no les confesó que ella es la acompañada, porque no quiere ser recriminada. “Teniendo tanta información y no te cuidaste”; teme ser juzgada porque su método anticonceptivo falló.
Una acompañanta debe saber datos importantes. Victoria tiene 27 años, está en la semana 6 del embarazo, sus amigas conocen su tipo de sangre, en caso de necesitar una transfusión. Para preparar el aborto, acudió al médico para realizarse estudios de sangre y un ultrasonido.
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El aborto inició desde un miércoles a las siete de la noche, con la toma de la mifepristona, este medicamento prepara al útero para que el desprendimiento del feto sea mucho más sencillo. Mientras que el misoprostol provoca las contracciones.
Del miércoles al jueves estamos pendientes de Victoria a la distancia, nos manda fotos. Hay vómito, dolor de cabeza, su temperatura aumenta algunas décimas y tiene flujo color marrón. El viernes por la noche Victoria está adolorida y pálida.
Es sábado “¡Hoy es el gran día!”, despiertan ella y sus amigas emocionadas, pero Victoria tiene náuseas. Inicia la cuenta regresiva para “el ksimerito”, así llaman al producto, en alusión a los muñecos de fetos de colores que se viralizaron en Tik Tok.
Al 20 para las once Victoria se coloca cuatro pastillas de misoprostol de 200 miligramos debajo de la lengua. Están amargas y evita devolverlas, también toma un tramadol para el dolor. La prioridad es observar, escuchar anotar, alimentar, consentir y hacerle saber a Victoria que no está sola.
Daniela se unta en las manos una mezcla de orégano, menta y hierbabuena macerada en aceite de oliva. Toma a Victoria por la espalda y comienza a sobar fuerte de atrás hacia adelante con dirección a los pies.
Hay escalofríos, comezón en las manos y encías, dolor en la garganta y estómago revuelto. Hay que esperar. Más tarde, Victoria se tira al suelo. La incomodidad física es evidente. Hay vómito.
Este aborto no tiene que estar lleno de tristeza o remordimiento. Hay chistes, risas, chisme. Una canción de Julieta Venegas suena en la bocina: “me despido de ti y me voy. ¡Qué lástima, pero adiós!”.
Suena la puerta, son papas fritas para Victoria y sus acompañantas, las mando un amigo. Más tarde, llegan unos frappes de vainilla y chocolate, algunas donas, cortesía de otro amigo que no fue invitado, pero desea hacerle saber a Victoria que le importa.
La primera toma no funciona. A las dos de la tarde Victoria ve necesario hacer una segunda toma de misoprostol. Se coloca otras cuatro pastillas en los cachetes. Su sentido del humor va y viene. “Tengo que cuidar a mi Ksimerito”, cantan. “Sal ya ksimerito”, exige Grace.
A las tres de la tarde del sábado Victoria corre al baño, tiene diarrea y comienzan a salir los primeros coágulos. A las tres con treinta y cinco minutos Victoria se tira al suelo, se pone de cunclillas, se acuesta. El dolor está en un siete.
Veinte minutos después, Victoria no aguanta más. Las contracciones suben a un ocho punto cinco. “¿Qué hago por ti?, pregunta una de ellas. “No me sueltes”, suplica Victoria. Todas lloran, incluida yo. “Es la primera vez que no me siento sola”, dice Victoria.
A las 6:15 de la tarde, Victoria corre al baño y cuando sale dice “se veía asqueroso, pero ya salió”. “Se me destensó la mandíbula”, respondió Grace.
Grace le pregunta de manera burlona “¿y mi charco de sangre?”, debido al mito de que las mujeres que abortan corren el riesgo de desangrarse, sin embargo, el misoprostol es un medicamento antihemorrágico.
Daniela monta su material, es momento de hacerle un manicure y ponerle uñas a Victoria. Todo ha terminado.
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bmc