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Un dibujo infantil en una puerta interior de la biblioteca pública de Petacalco representa la ansiedad de sus habitantes: cuatro chimeneas emergen colosales de un pueblo cubierto de ceniza. Es una ilustración de la Central Termoeléctrica Plutarco Elías Calles de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), asentada aquí desde hace 29 años. La más grande en su tipo de México y Latinoamérica. Principal emisora de dióxido de azufre, según Greenpeace. Principal fuente de enfermedades respiratorias causantes de muerte, según un informe de la Secretaría de Salud del estado. Principal causante de mortandad de miles de peces y cientos de tortugas verificada por la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales de Guerrero.
Petacalco, municipio de La Unión, a casi 10 horas de la capital de Guerrero, en la Costa Grande es, en toda regla, un “infierno ambiental”, califica el biólogo y ambientalista Octavio Klimek Alcaraz. Sobre sus calles plomizas se respira un aire malsano. En los esteros de aguas turbias no se ven ni aves ni peces ni ninguna otra cosa que dé señales de vida. Acá habitan, según el último censo del Inegi, 3 mil 459 pobladores. Sobre todo pescadores y comerciantes. Algunos médicos, maestros y, en menor medida, obreros.
El hollín untuoso está por todos lados. Arrojado las 24 horas del día, los 365 días del año. En las azoteas, en los pisos, en las paredes, en las hojas de los árboles, en las escasas flores que apenas y se ven. Queda impregnado en la ropa que se tiende al sol, cuando el sol logra abrirse paso entre el humo que lo cubre todo. Queda en la nariz, en la garganta, en los pulmones. Exhalado por la combustión interminable de las turbinas que generan 2 mil 778 megavatios de una electricidad que no se queda aquí ni tampoco se conoce su destino porque la CFE se negó a informarlo.
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Esta investigación iniciada cuatro meses atrás muestra el cúmulo de afectaciones que la combustión de fósiles provoca en los habitantes de Petacalco.
‘No son muchos casos’
Quizá no sea coincidencia que un niño haya hecho este dibujo. Los niños son los más vulnerables a las emisiones de SO2 que lanza la central. “La enfermedad más recurrente en menores son las infecciones respiratorias agudas”, dice María Magaña Villicaña, encargada del centro de salud del poblado.
“Ha habido varios casos de cáncer —dice—. Supe de un niño de 11 o 12 años que murió de cáncer de nariz este año”.
La doctora se entera de la incidencia por sus otros colegas. El centro de salud está lejos de poder atenderlos, así que no tienen ningún registro. “La mayoría se atiende en Lázaro Cárdenas”, dice. Lázaro Cárdenas, la ciudad industrial de Michoacán está a 15 minutos por la autopista. 45 en transporte público por la federal.
—¿Y ustedes como médicos no han hablado con la gente de la Comisión Federal de Electricidad?
—Desde luego. Los hemos citado. Una vez vinieron y nos dijeron que les diéramos un diagnóstico de la salud de la gente. Se las dimos. Le dijimos de los casos de cáncer y las enfermedades relacionadas con sus emisiones. ¿Y sabe qué nos respondieron?
—Dígame.
—“¡Ah, no son muchos casos!”. Todavía dijeron. Yo muy molesta les respondí: ‘Y qué, ¿quiere esperar a que seamos todo el pueblo?’ Y no dudo que así sea, que enfermemos todos. La salud de la gente ha ido degradándose. Lo he visto en los 12 años que llevo trabajando en este centro de salud.
Y sí. Acá lo menos que falta son ejemplos de muertos por enfermedades relacionadas con la termoeléctrica. Sin más, todos con los que se habla en la calle, en las fondas, en el hotel, en los esteros saben de al menos una muerte por cáncer. “Mi vecino, don Jesús que murió el año pasado”, dicen. O el niño Diego —del que habló la médico del centro de salud— que le dieron un balonazo en la cara mientras jugaba fútbol. Se fracturó la nariz. Poco después se descubrió que tenía cáncer; al mes murió. O doña María que falleció de lo mismo. Y así. Se puede decir que todo esto está en el imaginario colectivo. Anécdotas. No. Un estudio hecho este año por la Secretaría de Salud del estado en poder del reportero, revela que en los últimos cinco años tres de las principales causas de muerte en Petacalco son: el cáncer, con 17 decesos; los accidentes cerebrovasculares, con 15; y en tercer lugar las muertes derivadas de la Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica ( Epoc ) —que se derivan en bronquitis o enfisema—, con 10.
Todas, dice el análisis de la Ssa, podrían estar elacionadas con las emisiones por contaminantes de la termoeléctrica Plutarco Elías Calles. “Las enfermedades que se relacionan con las emisiones de contaminantes, encontradas en la localidad de Petacalco y de acuerdo a la literatura registrada, son las enfermedades respiratorias agudas: asma, neumonías y bronconeumonías”, dice el estudio Informe técnico de salud en poblaciones cercanas a la Termoeléctrica de Petacalco, Guerrero.
No parece que la tendencia de muertes vaya a variar. El análisis de los casos hecho por la Secretaría de Salud, registrados en el Sistema Único Automatizado para la Vigilancia Epidemiológica (Suave) de esta dependencia y del IMSS observó un incremento de las enfermedades respiratorias agudas, con más de 16 por ciento de la población afectada. Es decir, 5 mil 219 casos y es la principal causa de solicitud de atención médica. Otra causa es la conjuntivitis, con 315 casos; cinco de neumonía y bronconeumonía, y 39 de asma. Estas morbilidades son las más altas de todo Guerrero. En los últimos cinco años se registraron 16 mil 670 casos en Petacalco, por sólo 6 mil 468 en el resto del estado.
La contaminación que expide la termoeléctrica puede ser vista desde cualquier lugar de Petacalco. Foto: Franyeli García.
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Contaminación que no da tregua
La termoeléctrica son cuatro chimeneas humeantes de 120 metros de altura que asoman desde cualquier punto de Petacalco. Es un gigante de toneladas de acero, calderas, dínamos y cables infinitos. Petacalco se duerme y se despierta con ese zumbido ubicuo que genera la marcha imparable de las turbinas. Como una respiración dificultosa.
Este gigante reposa sobre dos canales artificiales. Uno de llamada y otro de salida, traídos del cauce principal del río Balsas, en los linderos con Michoacán, usados para enfriar las calderas alimentadas en su mayoría por carbón mineral y combustóleo cuando se les acaba el carbón.
Según el comisario, Antonio Vargas Salamanca, han usado más este segundo material en las últimas semanas. Toda la planta ocupa casi el doble de la extensión territorial de Petacalco de apenas 1.4 kilómetros cuadrados. “La termo”, le dicen los pobladores para darle identidad, mide 2.63 kilómetros cuadrados.
Son las 12:15 del día de un lunes de junio en la comisaría, en el centro de Petacalco. El comisario está en su oficina, una estancia pequeña desde cuya ventana se miran las chimeneas. Un cuadro que tiene toda su vida viendo desde que tenía tres años. Tiene 32. Dice que ya está cansado de reclamar, de hablarle sin tener respuesta al superintendente de la CFE para decirle que esto ya es insoportable.
El superintendente es un hombre que casi nadie conoce de nombre Alejandro Hernández Melgoza. Cuando el comisario habla de él sólo señala la termoeléctrica. De todos modos no hay modo de que la gente lo vea. El acceso a la central está en las afueras del pueblo, por el rumbo a Michoacán. Tampoco dará entrevista por más que se le insista. En cambio, pedirá dirigirse con el coordinador de Comunicación Corporativa de la CFE, Luis Bravo Navarro. Luis nunca responderá los correos electrónicos que el reportero le envíe a sugerencia de su secretaria con preguntas técnicas sobre el funcionamiento de la central.
—La vez que me respondió el superintendente —dice el comisario y voltea a ver las chimeneas— me dijo que fuéramos a reclamarle al presidente. Que él ordenó meter combustóleo. Eso fue todo, y me pareció una estupidez.
De eso habla el comisario. De las dificultades para hacerse oír. De los reclamos que recibe él a diario de la gente, como si en realidad él pudiera hacer algo. Las bombillas del lugar parpadean. El aire acondicionado tose los 34 grados exteriores. Todos adentro voltean a ver los focos que de la nada se apagan, y tras ellos el climatizador. “Se nos va la luz, y todavía se nos va la luz a cada rato”, dice. Al cabo de unos 10 minutos regresa.
Una hora después, policías estatales que hacen destacamento en las instalaciones de la comisaría, donde también está la pequeña biblioteca con el dibujo de “la termo”, se preguntarán entre ellos si ya hay señal de celular, que también es muy común que se pierda. Como si de pronto fuera desactivado el interruptor del generador que distribuye luz a todo el pueblo.
Los peces muertos es uno de los problemas que genera el funcionamiento de la planta de energía.
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¿Y a dónde nos vamos?
Yamilet Gómez Trujillo es una niña de 10 años que no puede hacer lo que hacen los niños de su edad. Nadar en los esteros, correr en la playa, salir a educación física y jugar en el patio con sus hermanos.
“Todo lo tiene impedido por el médico. Ella se agita con mucha facilidad. Se le va el resuello”, dice su padre, Juan Gómez Solorio. 35 años, pescador. “Empezó con las molestias desde muy niñita y desde ese tiempo lo que nos recetaron los médicos, uh, infinidad de médicos que hemos visto allá en Lázaro, en Morelia —dice—, es que le aplicáramos nebulizaciones”.
—¿Qué tiene?
—Bronquitis —dice—. Le dan ataques muy fuertes de tos y no puede respirar. Sobre todo en las tardes, ya cayendo la noche, aunque también por la mañana. Así que la nebulizamos mañana y tarde, mañana y tarde. Todos los días.
Juan está acompañado de Edith Trujillo, su esposa, y de Yamilet, afuera del patio de su casa, en la colonia Santa Fe. Por sus carencias evidentes, esta podría ser la colonia más marginada de Petacalco. Sin servicios, calles sin pavimentar. Aunque eso sonaría irrelevante si se le añade que es esta colonia a la que más le pega la contaminación por dióxido de azufre y zinc que arroja la termoeléctrica.
En las tardes, a eso de las 6:00, una espesa nube de humo lapislázuli baja y se aloja en las callejuelas pedregosas y la gente se refugia en sus casas en un intento de respirar lo menos posible el hollín salido de las chimeneas.
Juan y Edith están convencidos de que el motivo de la enfermedad de su hija son las condiciones en las que viven. Por los gases que respiran a diario. 204 toneladas de S02 al año, según el informe Base de datos de puntos críticos de emisiones globales de SO2 elaborado por Greenpeace e n 2018. La de los padres de Yamilet no es sólo una sospecha. Los diagnósticos así lo indican. Los médicos se los han dicho: “Si no se van de ahí, si no se salen, la niña nunca va a mejorar. Esas condiciones no son buenas para ella”, dice Edith que les advierten los médicos. “Es esta humadera de la termoeléctrica la que la tiene así”, afirma.
Yamilet oye la plática a lado de sus padres. Tiene la cabeza agachada. Parece ver sus pies posados en el suelo arenoso. Como si le apenara lo que se dice de ella. Salió de la casa acompañada de su madre. Una casa de tabique y techo de lámina, corredor amplio y un patio con un pozo artesiano. Trae una playera gris con un cocodrilo amarillo y verde estampado, una bermuda fucsia y crocs de goma azul con amarillo. Juan le pidió a su esposa que trajera la medicina que le recetaron los doctores.
—Mire, esta es —dice Edith y muestra la caja de un medicamento que se llama Bromuro de ipratropio, Salbutamol—. Cada semana tenemos que comprarlo. Bien caro que sale. A 800 pesos la caja. A veces, cuando hay, lo compramos genérico, pero se acaba luego.
—¿Y de dónde vamos a agarrar tanto dinero? —repone Juan.
Él no sólo pesca. No siempre es tiempo para esa actividad, y con la mortandad de peces que acaba de ocurrir en enero pasado esta fue, en especial, una mala temporada. Así que cuando llega la cosecha del mango trabaja como peón en las huertas para el corte y de ahí, dice, también va ganando algo.
—Hay veces que ella solita nos lo pide: “apá, ya póngame el nebulizador. Ya no puedo respirar”.
—Siempre es en las tardes, de noche casi, antes de dormir —dice Judith.
—¿No han considerado irse de aquí? ¿Pedir que los reubiquen?
—¿Y a quién? ¿Y a dónde nos vamos? Esto es lo único que tenemos —dice Juan.
La termoeléctrica es la materialización de todos los males para la gente de Petacalco. En cualquier sitio donde estuvo el reportero la gente no desaprovechó la ocasión para decir que sufren de dolores de cabeza, que no aguantan la garganta y el ardor en los ojos. Que están enfermos. También está en la psique de los niños.
Antony. Nueve años. Grande, de pelo muy negro, dice que se ha soñado con la termoeléctrica. Por cómo cuenta su sueño más bien debe tratarse de una escuela caminan bamboleándose en lo más alto de una de las chimeneas —platica en la sala de su casa amplia y ventilada desde donde se alcanzan a ver—. Ven hacia abajo, al profundo negro de 120 metros de caída. Siente que se marea. Le da pavor. Cae. Un grito ahogado que nadie oye sale de su garganta. Despierta agitado, sudando, dice su joven madre que escucha la plática sentada en una hamaca.
Antony platica emocionado. Desde que nació, desde que tiene conciencia de sí mismo también la tiene de esa vecina indeseable, la termo. También la tendrá su hermano, un bebé de meses de nacido, que ya sufre de muchas gripes y molestias de garganta, dice también la madre de Antony.
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Es un infierno
El daño ambiental al que se refiere Klimek es general en esta pequeña biodiversidad llamada Petacalco. Por eso insiste en llamarlo “infierno”. Lo mismo personas que animales y plantas endémicas de la región son afectadas por las emisiones de la central. En enero pasado al menos 10 toneladas de sardina y siete especies más de peces murieron cuando fueron atrapadas en el canal de llamada y arrastradas por las turbinas que absorben el agua para enfriar las calderas, donde murieron ahogadas por el cambio de salinidad del agua, según constató la Semaren.
—Esta vez el daño llamó la atención porque fue inmenso. La muerte de peces y tortugas es permanente —dice Jesús Campos Albarrán, dirigente de pescadores de Petacalco.
Don Jesús está en la comisaría junto con Antonio Vargas Salamanca, el comisario, y otro poblador que escucha la plática y asiente de vez en cuando. Don Jesús dice que se trata de un daño mucho, mucho mayor. “Tardará años en recuperarse un cardumen como ese. Los peces atrapados iban a desovar”, afirma.
Sin contar que a diario caen en el canal de llamada docenas de tortugas y cientos de peces. Calcula que, haciendo cuentas, al año debe morir en las turbinas de 200 kilos a una tonelada de peces y hasta 2 mil 500 tortugas.
El secretario de Medio Ambiente, Ángel Almazán Juárez, no está de acuerdo del todo. Acepta que pasa, que mueren peces y tortugas, aunque no en las dimensiones que asegura don Jesús.
En entrevista en su despacho en Chilpancingo dice que sí, que en enero pasado fueron al menos 10 toneladas de peces de ocho especies diferentes las que murieron en el canal de llamada, pero que fue un evento extraordinario. No están seguros del porqué todo ese cardumen llegó hasta allí. Saben que llegan peces, tortugas y que son atrapados, triturados por las máquinas. Pero tienen una hipótesis.
Con él está el biólogo Cuauhtémoc Méndez Osorio, delegado regional de la Semaren en la Costa Grande; el coordinador de planeación proyectos especiales de la misma dependencia, Pedro Garnica Cortés, y Esmeralda, la jefa de prensa. Cuauhtémoc interviene para explicar lo que dice el secretario. Dice que los peces y las tortugas son atraídos por la salinidad que conserva el agua a cierta profundidad y distancia del canal. Nadan hacia arriba y cuando el agua cambia su composición a dulce se ahogan.
Muchos ejemplares, incluyendo tortugas, también son arrastrados por la corriente y la fuerza de las turbinas de acero y triturados, repone el secretario Almazán. Don Jesús tiene fotos de los quelonios muertos, destrozados. Los mostró al reportero en la comisaría desde la pantalla de su celular. Son imágenes de mala calidad que compartió vía mensaje como evidencia, tomadas con celular por los propios obreros que luego se las mandan.
—¿Qué ocurre en ese canal? ¿Por qué esa mortandad? —se le pregunta al secretario Ángel Almazán.
—El problema es que la malla que evita que peces y tortugas ingresen al canal no llega hasta el fondo y por ahí se cuelan. Si la malla llegara hasta el lecho marino no habría forma de que los ejemplares ingresaran.
—¿Por qué si se conoce el daño no se evita?
—Nos hemos reunido con la gente de la termoeléctrica para hacerles esa recomendación. Que amplíen la malla de contención hasta lo más profundo del canal.
Almazán dice que el daño que está provocando la termoeléctrica es total. “Es a toda la biodiversidad de la zona. Se altera el pH del agua (acidez, alcalinidad), otro motivo por el que mueren los peces. El hollín que se impregna en las hojas y en las flores de los árboles de mango, un cultivo importante en Petacalco, impide la fotosíntesis y la polinización y con ello mejores frutos, mejores cosechas. Ha disminuido su producción”.
—¿No tiene modo de hacer cumplir sus recomendaciones a la CFE? ¿No pueden hacer sanciones?
—No, nuestra labor termina ahí, en recomendar. Las sanciones le corresponden a la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente. Aún así hemos tenido reuniones ríspidas con los encargados de la termoeléctrica. Les hemos reclamado, porque los daños provocados se quedan aquí, en Guerrero.
“Hasta llegaron a negar que mueren tortugas atrapadas en el canal, pero se lo demostramos con las fotos de los pescadores. De todos modos nada debería impedir que la CFE se haga responsable. Nada la exime. Sólo que no quiere entender esta parte. No quiere asumir su responsabilidad. Debe reconocer que esta política de omisión viene de mucho tiempo atrás o no estaríamos hablando de lo mismo desde hace 29 años.” —dice el secretario.
—¿Pero qué les responden en esas reuniones que dice que tienen?
—Sobre las mallas para que no ingresen las especies marinas al canal de llamada no dijeron ni sí ni no. Guardaron silencio. Y sobre las emisiones de SO2 insisten que están dentro de la norma. Que la termoeléctrica no está contaminando.
Se buscó consultar al delegado de las Profepa en Guerrero, Omar Magallanes. Respondió a un par de mensajes y cuando se le dijo que se buscaba una entrevista para hablar del daño de la termoeléctrica en Petacalco, el funcionario escribió: “disculpa, no te puedo dar información al respecto”. Se le insistió con el argumento de que se trata de una cosa de interés público. Ofreció enviar un contacto. No volvió a responder otro mensaje.
—Infierno ambiental, ¿no es demasiado llamarle así? —se le pregunta al biólogo y ambientalista Octavio Klimek, en entrevista en Chilpancingo.
—No. Es una tipificación que hizo la propia Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales federal en su programa sectorial 2020-2024. Se trata de zonas contaminadas por la industria en el país que reúnen ciertas características de degradación ambiental producto de la pérdida y deterioro de los ecosistemas. Ese deterioro y sus efectos en la vida de las poblaciones se expresa mediante una creciente indignación social. Muchas de esas comunidades están en las cuencas del río Balsas, como Petacalco. No lo digo yo, el programa sectorial puede consultarse. Eso que te estoy diciendo casi literal está allí.
“Y no es el único sitio. Hay al menos seis zonas más en el país que se pueden considerar así: en Hidalgo, en Puebla, en Tlaxcala, en Veracruz, en Guanajuato, en el Estado de México”.
—¿Ve una solución en el caso de Guerrero?
—Creo que terminará cerrando la Termoeléctrica, no sé si pronto, pero seguro que así será. Incluso por la presión internacional ante el evidente calentamiento global.
—¿Esa es la única salida que ve?
—No. Si no quieren cerrarla por su importancia en la generación de energía podrían dejar los combustibles fósiles y mover las turbinas con gas. El crimen ambiental que veo ahora es que la CFE está regresando al combustóleo. El combustóleo tiene grandes cantidades de azufre que al ser emitido al espacio se combina con el oxígeno y se precipita como lluvia ácida, en la humedad y en el rocío.
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La vida continúa
Las chimeneas impresionan a todo recién llegado. Son hipnóticas. Aunque parece que acá ya nadie repara demasiado en ellas. “Ah, viene por la termo”, dice uno que otro y regresa a ver para arriba, más bien con desgano. Tal vez sea natural. Al primer día se ven tremebundas, amenazantes. Al segundo y tercer día comienzan a ser vistas como parte del paisaje. Aunque al despertar, desde la ventana del hotel, sea lo primero que se vea. Y ese siseo que no cesa. O quizá por eso.
En las calles del pueblo la gente trata de seguir con su vida normal. Los lunes son de tianguis y las amas de casa hacen sus compras. Los perros vagan. No se ve a nadie haciendo deporte. Se ven pocos niños, salvo en el kínder —a unos metros de la comisaría—, a la hora de la salida. Algunas mujeres lavan en el canal. Los niños se bañan en los esteros turbios y uno que otro pescador tira su caña o su tarraya entre las olas.
Es una lástima que la bahía de Petacalco no tenga puesta de sol. Si no, las tardes con pescadores serían hermosas. Como todas las tardes con puestas de sol en la playa. En cambio el sol se pone de lado de la termoeléctrica. Con el humo espeso de las chimeneas a contraluz de un sol en caída se evoca un cuadro distópico.
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