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Washington.— Elizabeth Cascio, profesora del Darmouth College que acaba de publicar un estudio sobre el voto femenino en Estados Unidos, contaba en una entrevista reciente en American Economic Association una anécdota de la primera mitad del siglo XX.
“Hay una cita en el estudio del encuestador George Gallup, en 1940, en la que él decía: ‘¿Cómo votarán las mujeres el día de las elecciones? Exactamente como se les diga la noche anterior’. Así que se esperaba que en el caso de que las mujeres fueran a votar, esencialmente, sólo duplicaban el voto de sus maridos”.
Más de medio siglo después, la frase ha quedado desfasada, aniquilada por el torrente de capital político que las mujeres en Estados Unidos están amasando, conscientes del poder que tienen en su voto. Nadie las considera una simple comparsa electoral, son cruciales para cualquiera que se presente a un cargo público.
Este año, justo en el centenario de la enmienda constitucional que garantizó el voto a las mujeres en Estados Unidos, los principales candidatos a la presidencia del país saben que sin el apoyo de las mujeres sus opciones de victoria son prácticamente nulas.
“Si Trump pierde, agradéceselo a las mujeres”, titulaba la columnista Jennifer Rubin en uno de sus recientes textos en The Washington Post. “Si [Joe] Biden gana, gran parte del crédito irá a las votantes mujeres”, concluyó.
El cambio llega principalmente por una nueva generación de mujeres que reclama su poder, que está más involucrada en política, para las que sufragar es algo natural, único y personal. Su movilización, que se ha unido al reclamo del fin del privilegio patriarcal, ha sido una de las claves de las últimas elecciones y factor imprescindible para entender sus resultados.
La Marcha de las Mujeres, el movimiento #MeToo o la barrida demócrata en las elecciones de medio mandato de 2018, recuperando el control de la Cámara de Representantes, se explica por la movilización e implicación masiva de las mujeres, que impulsaron además una cifra récord de candidatas a cargos públicos (aunque siguen infrarepresentadas en puestos de poder).
En 2016 votaron casi 10 millones de mujeres más que hombres. La brecha de voto de género, según datos de Pew Research, llegó a ser de cuatro puntos: votaron 63% de las mujeres elegibles y 59% de los hombres. En un sector demográfico grande y de tanto peso, de más de la mitad de los electores y varios millones de votos, cualquier viraje, por mínimo, puede ser un cambio gigantesco.
Y, en el caso de las mujeres, tienden hacia la izquierda de Estados Unidos, siendo más propensas al sufragio demócrata y favoreciendo las opciones de ese partido a la victoria cuando se vuelcan en masa en el contexto electoral.
Para los estrategas Michael Hais y Morley Winograd, “el cambio más profundo en la política estadounidense hoy día y en los próximos años vendrá del resultado del movimiento masivo de las mujeres hacia el Partido Demócrata”.
En su ensayo titulado El futuro es femenino, publicado por el think tank Brookings Institution, exponen la tesis que la derrota de Hillary Clinton en 2016, inesperada por la mayoría de los estadounidenses y gran parte del planeta. “Provocó una reacción en cadena que llevó al realineamiento de las coaliciones partidistas”.
Desde las elecciones presidenciales de EU de 1984, las mujeres han salido a votar en mayor proporción que los hombres. La “brecha de género” que deriva de eso se complementa con la “brecha ideológica”, la consolidación de la tendencia iniciada en la década de 1980 (derivada de la ideologización de la política propulsada por Ronald Reagan) en la que las mujeres se acercaron más a los demócratas, tomando partido en cuestiones políticas y, cada vez más demostrable, separándose de la tesis de Gallup de 1940, haciendo valer sus posiciones por sí mismas, sin hacer caso de la directriz del marido o el hombre predominante en la estructura familiar. La brecha se ha ido ampliando desde 2014 y, especialmente, desde 2016.
“La sorprendente derrota de Clinton ante el abiertamente misógino Donald Trump puso la tendencia existente en hiperpropulsión”, aseguran Hais y Winograd. “En el Partido Demócrata la energía ha estado [en] las mujeres desde el momento en el que Trump se declaró ganador”, añadió la estratega demócrata Mary Anne Marsh al diario Politico.
“En lo referente al destino de nuestro país y de nuestra democracia, está en manos de las mujeres. Y si vamos a salvar alguno de los dos, o ambos, será gracias a las mujeres”, resolvió.
Los demócratas están plenamente enfocados en ganar la confianza de las mujeres. Clinton ganó la mayoría de los votantes femeninos en 2016, pero lo hizo con un margen excesivamente estrecho y, de hecho, perdió en el apoyo entre las mujeres blancas. A día de hoy, se prevé que Biden tenga más respaldo femenino que Clinton hace cuatro años.
Son las mujeres blancas, y todavía más específicamente las de los suburbios y de clase trabajadora, la pieza más preciada y en la que las campañas están prestando más atención. Son el grupo demográfico que, según varios expertos, podría voltear el resultado de la elección.
“Trump está sufriendo una hemorragia [de apoyo] de mujeres desde hace tiempo”, confesó a la revista The Atlantic Tara Setmayer, exdirectora de comunicación del Partido Republicano en el Capitolio. Los analistas, e incluso gente de dentro del partido, admiten que Trump está consciente de que tiene un problema con el electorado femenino.
El plan que le han propuesto es claro: centrarse en la economía prepandemia, el discurso de ley y orden, y contentar al movimiento antiaborto para seducir a las votantes de ferviente fe religiosa. Trump ha hecho especial hincapié en el tema de la seguridad, aprovechando los altercados derivados de las protestas contra el racismo y la brutalidad policial.
“Si hay algo que quieren las mujeres de manera global, sean de los suburbios o no, es seguridad”, decía la estratega conservadora Jennifer Carroll a The Hill. Sin embargo, el plan podría estar fallando. Un sondeo de All in Together, organización encargada de asegurar que las mujeres están representadas en la vida pública, resolvió que el esfuerzo por potenciar el mensaje de ley y orden no está funcionando. “Las mujeres creen que Biden, y no Trump, hará que ellas y sus comunidades estén seguras”, dice la encuesta.
La suavización del perfil del presidente es un cambio de registro consciente: un mensaje de inclusión que facilite que las mujeres conservadoras no abandonen el barco republicano y encuentren algún motivo que les permita justificarse su voto por alguien que no oculta discursos misóginos y que todavía arrastra escándalos de abusos sexuales.
Los demócratas están tratando de hacer justo lo contrario: presentar al presidente como un elemento tóxico para sus intereses. Cuentan con la ventaja de que no necesitan ganar de forma absoluta al segmento de mujeres blancas trabajadoras y de suburbios. Justo lo opuesto de Trump, para quien son indispensables para vislumbrar un camino hacia la victoria, teniendo en cuenta que la gran mayoría de ellas se concentran en condados muy valiosos en estados bisagra.
Biden necesita recuperar algunas de las mujeres que no salieron a votar por Clinton, algo que las encuestas parece que por el momento le otorgan. Para no dejar nada la azar, los demócratas se están encargando de hacer el trabajo, recordando constantemente su compromiso con los asuntos que les interesan (principalmente relacionado con el sistema de salud), y jugando conscientemente la baza de tener en el tíquet presidencial a Kamala Harris como aspirante a vicepresidente.
La incógnita de esta elección, en el tema del voto femenino, es la afectación que pueda tener un hecho reciente: la muerte de la juez del Supremo Ruth Bader Ginsburg, ícono feminista, y su más que probable sucesión por una mujer de carácter ultraconservador, que tendrá efectos en la movilización de ambos partidos.