Venezuela se acerca a un momento decisivo que, sin embargo, tiene poco de sorpresivo. El 10 de enero, pretende asumir su tercer mandato presidencial en una ceremonia que, más que inauguración, será la consagración de un régimen autoritario que ha llevado al país a un abismo económico y social sin precedente.

La historia reciente de Venezuela ha sido un catálogo de desgracias. Desde que Maduro heredó el poder de Hugo Chávez en 2013, el país ha ido en caída libre: hiperinflación, escasez crónica, represión brutal y un éxodo masivo que ha dejado barrios enteros vacíos y familias destrozadas. La erosión sistemática de las instituciones democráticas, incluyendo el control del poder judicial y electoral, ha sido constante desde que Chávez tomara el poder en 1999. Año tras año, la represión contra la oposición política y la sociedad civil se ha intensificado. Todo esto ha ocurrido bajo la mirada de una comunidad internacional que ha oscilado entre la condena enérgica y la indiferencia práctica.

Por años, la oposición política ha buscado ganar espacios utilizando los mecanismos legales disponibles. Las elecciones de 2018, ampliamente cuestionadas por la comunidad internacional, llevaron a muchos países a desconocer la legitimidad de Maduro. Este desconocimiento alcanzó su punto álgido en 2019 con el surgimiento de Juan Guaidó como presidente interino, reconocido por varios países pero sin lograr un cambio efectivo en el terreno.

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Sin embargo, esta vez parece haber una nueva dinámica. Edmundo González Urrutia, quien habría ganado las elecciones de julio con 67% de los votos, ha prometido regresar a Venezuela para su propia juramentación, desafiando abiertamente al régimen que ha emitido órdenes de aprehensión en su contra.

El régimen de Maduro ha desplegado más de mil 200 efectivos militares en Caracas, convirtiendo la capital en un estado policial de facto. Este despliegue no es sólo una medida preventiva; es una demostración de fuerza que envía un mensaje claro: el régimen no cederá el poder sin resistencia. Maduro, consciente de su precaria legitimidad internacional, planea llenar 10 avenidas de Caracas con supuestos simpatizantes el día de la juramentación. Se forzará la asistencia de beneficiarios de programas sociales del gobierno así como de mil 400 presos recientemente liberados; no como un acto de clemencia sino para mostrar un apoyo político cada vez más inexistente. La vigilancia en hoteles y el bloqueo de entradas a la capital son indicativos de un gobierno en estado de alerta máxima, temeroso de cualquier intento de movilización opositora.

La oposición camina sobre una cuerda floja. María Corina Machado, desde la clandestinidad, ha convocado a protestas masivas para el 9 de enero. Su llamado hace eco a la desesperación de quienes saben que el tiempo se agota: “Maduro no se irá por su cuenta; debemos hacerlo salir con la fuerza de un pueblo que nunca se rinde”. Sin embargo, la sombra de la represión postelectoral pesa sobre la voluntad de protesta de una población exhausta y atemorizada.

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González Urrutia ha emprendido una gira internacional frenética. Sus reuniones en Estados Unidos con Joe Biden y el equipo de Donald Trump revelan un intento desesperado por asegurar apoyo internacional. El respaldo recibido por presidentes como Javier Milei en Argentina y Luis Lacalle Pou en Uruguay le otorga cierto aire de legitimidad; no obstante, la realidad en el terreno venezolano es mucho más compleja.

El panorama internacional añade otra capa a esta crisis. Paraguay rompió relaciones diplomáticas con Venezuela tras reconocer a González como presidente legítimo. La Unión Europea también ha anunciado que no participará en la toma de posesión de Maduro. Estados Unidos mantiene una postura ambigua mientras se prepara para una transición política interna; esto podría influir significativamente en cómo se desarrollen los acontecimientos.

En este contexto, resalta la postura del gobierno mexicano que ha reconocido la legitimidad del gobierno de Nicolás Maduro, a pesar de las acusaciones de fraude electoral y las condenas internacionales, tomado una posición que contrasta con la de otros países de la región.

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Desde la llegada de López Obrador y Morena al gobierno de México, el país ha permanecido indolente ante el acoso a la oposición y las claras muestras de fraude electoral y autoritarismo que resultan evidentes para países con democracias consolidadas. Ya bajo la presidencia de Claudia Sheinbaum, y con su negativa a condenar los abusos del régimen de Maduro, México ha vuelto a alinearse así al grupo de países que apoyan dictaduras en la región.

El mensaje de González a las Fuerzas Armadas parecería un intento desesperado por provocar una fractura dentro del pilar más sólido del régimen, pero la lealtad histórica de la cúpula militar al madurismo y los beneficios ilícitos disfrutados por los altos mandos militares hacen poco probable un quiebre institucional inmediato. Aunque los soldados rasos podrían compartir el descontento generalizado, pues una mayoría de ellos sufren las mismas penurias que el ciudadano común, enfrentan riesgos considerables al actuar contra sus superiores. La realidad es cruda: a menos que ocurra un milagro político, Maduro se juramentará el 10 de enero. Esto marcará el inicio de un nuevo capítulo en la larga noche venezolana; un régimen no sólo autoritario sino abiertamente ilegítimo ante gran parte del mundo pero atrincherado en el poder.

¿Qué queda para la oposición? ¿Para los millones de venezolanos que sueñan con un regreso a la democracia y la prosperidad? La resistencia, sin duda, continuará. Pero cada día que pasa, cada fraude electoral que se consuma, cada líder opositor que es encarcelado o forzado al exilio, hace que el camino de regreso a la normalidad democrática sea más largo y tortuoso. El 10 de enero lamentablemente no será el fin de esta crisis sino más bien una confirmación del éxito del régimen madurista al normalizar lo anormal: hacer del autoritarismo una rutina y del sufrimiento humano una noticia cotidiana.

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La tragedia venezolana es un recordatorio doloroso de la fragilidad de la democracia y de cómo un régimen autoritario puede atrincherarse en el poder desafiando tanto la voluntad popular como las presiones internacionales. Es también una lección sobre la importancia crucial de mantener unidad opositora y estrategias a largo plazo para recuperar instituciones democráticas. Mientras Maduro se prepara para su grotesca toma de protesta, millones dentro y fuera del país observan con desesperanza pero también con determinación. La lucha por la democracia en Venezuela no es sólo una causa nacional; es un imperativo moral para toda América Latina. El mundo debería mantenerse vigilante y activo en su apoyo a las aspiraciones democráticas del pueblo venezolano.

Sin embargo, pese a las sombrías perspectivas, los esfuerzos conjuntos entre González Urrutia y Machado podrían no ser en vano. Aunque es poco probable que logren impedir la juramentación del 10 enero, sus acciones habrán expuesto ante el mundo la naturaleza ilegítima del régimen. Al reivindicar el triunfo electoral del 28 julio y mantener viva la figura de González como presidente electo han plantado una semilla esencial para futuras resistencias democráticas. Esta acción, aunque no logre un cambio inmediato, mantiene viva la llama de la democracia y por los derechos humanos, al tiempo que recuerda al mundo que el pueblo venezolano no ha renunciado a sus aspiraciones fundamentales.

Pero seamos honestos: el 10 de enero, Venezuela dará un paso más hacia el abismo. Y el mundo, ocupado en sus propias crisis, apenas notará la diferencia. Esa, quizás, es la mayor tragedia de todas.

Internacionalista. X: solange_

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