En 1980, la vejez era una eventualidad lejana para Norma Mujica.
"Tenía 27 años, me casé y con mi esposo bailaba salsa en las discotecas. Nos gustaba mucho Oscar de León y Celia Cruz. A veces comíamos comida china en algún restaurante y los fines de semana íbamos a la playa o a pasear", recuerda con nostalgia.
A sus 67 años, sus días transcurren de una manera muy distinta a lo que imaginó. Su pensión, que comenzó en un monto equivalente a US$172 mensuales, solo representa ahora US$1,3 al cambio por la continua devaluación del bolívar, la endeble moneda venezolana.
Su casa, en la cima de una empinada subida mal asfaltada, evidencia que ya no es tiempo de construir, sino de sobrevivir: techo de zinc, paredes de cemento descascaradas por la humedad y decoradas con afiches de Jesús, piso con baldosas que todavía esquivan el deterioro, muebles con la madera desconchada, una vieja lavadora, cocinita a gas, cortinas gastadas.
Norma camina con lentitud, vestida con una bata un tanto raída, arrastrando una imitación de zapatos Crocs que usa con medias de lana. Se sienta en una pequeña silla de plástico y cuenta que desde que nació ha vivido en la parroquia 23 de Enero, una zona popular que se levanta sobre un cerro al oeste de Caracas.
"Mi papá tocaba timbal en una orquesta, aquí en el 23 siempre hubo mucha salsa y merengue", dice.
"Con mi esposo compré esta casita y poco a poco la mejoramos con arena, cemento. Cuando cumplí 40 años dios me escuchó y tuve mi único hijo, me costó mucho quedar embarazada", recuerda.
"A Eliécer nunca le faltó nada".
Su esposo, Rafael Alcalá, trabajaba de asistente en el departamento de sistemas de un banco y ella, desde los 19 años, lo hacía en un organismo público gubernamental: el Instituto de Previsión y Asistencia Social del Ministerio de Educación.
El Instituto brinda asistencia médica a los maestros que trabajan para el Estado.
"Hice de todo, secretaria, mensajera y como tenía el bachillerato asistí a cursos y me gradué de técnico de registro médico. Entraba a las diez de la mañana y salía a las nueve de la noche", cuenta Norma.
En 2000 sufrió un accidente cerebrovascular en el trabajo. "La tensión arterial me subió muchísimo, caí al piso y estuve grave", recuerda.
Con el tiempo recuperó el habla y pudo caminar nuevamente con ayuda de un bastón. Pero no regresó al trabajo. El Estado le otorgó una pensión por invalidez a partir del 29 de septiembre de 2000 que adelantaba su pensión de vejez.
Para ese entonces, la pensión de Norma equivalía a US$172 mensuales que le permitían cubrir todas sus necesidades básicas.
"Compraba suficiente comida, pagaba el teléfono, las medicinas y además mi esposo trabajaba", cuenta.
El expresidente Hugo Chávez había impulsado en 1999 una reforma de la Constitución que incluía la obligación del Estado de pagar un salario mínimo que cubriese las necesidades básicas, y las pensiones se igualaron a ese parámetro.
En 2015 el esposo de Norma falleció y la pensión se convirtió en su único ingreso.
Formalmente el sistema de pensiones en Venezuela es de reparto, una modalidad donde los trabajadores activos contribuyen con un porcentaje de su salario para costear las pensiones de la población en edad de retiro.
Pero el aporte es muy poco porque muchos trabajadores, sobre todo los más cualificados, se han marchado del país, los salarios son bajos, el bolívar está depreciado y buena parte de los empleos están en el sector informal de la economía y no contribuyen al sistema.
Por lo tanto, el costo de las pensiones de 4,5 millones de venezolanos recae en el Estado. Y las cuentas no cuadran.
La principal fuente de ingresos es el petróleo, que provee nueve de cada diez dólares que ingresan al país. Y la extracción ha caído de manera pronunciada desde 2017, situándose a niveles de 1940.
Esa es una de las causas de un Estado empobrecido, sin recursos, con un ingreso ínfimo de divisas, a lo que se suma la mayor inflación del mundo que devalúa sin freno la moneda nacional, el bolívar.
En este entorno, durante los últimos tres años el Banco Central ha recortado continuamente la oferta de dólares, en los que los venezolanos se refugian para tratar de conservar algo de valor. Entonces, la cotización de la moneda estadounidense aumenta a un ritmo febril que pulveriza el valor del cambio en dólares de las pensiones.
El colapso ha hecho que la calidad de vida de la gran mayoría de los ancianos descienda violentamente, dejándolos en una gran vulnerabilidad.
Tras la escalada del dólar, los bolívares que recibe Norma por su pensión apenas representan US$1,3 al mes. Aparte recibe primas por antigüedad, un extra por jubilación y bonos que el gobierno reparte para tratar de aliviar el deterioro. Pero al sumar todo su ingreso puede llegar a los US$5 mensuales, que alcanzan para comprar un kilo de carne.
Entre sus prioridades no está, sin embargo, la carne, sino la pastilla que debe tomar diariamente para regular la tensión arterial.
Se las entregan en Farmapatria, el sistema del Estado para el reparto de medicinas, pero no siempre las recibe a tiempo. Por eso ahorra para esa eventualidad.
"Lo poco que me dan lo voy juntando para comprar las medicinas cuando haga falta. No me alcanza para una caja completa, pero al menos compro media caja, que trae 20 pastillas".
Explica que los médicos le han advertido que debe regular la tensión arterial para minimizar el riesgo de otro accidente cerebrovascular. "Gracias a Dios solo pocos días he estado sin la pastilla. Algunas veces mi hijo ha hecho un esfuerzo y me compra algunas. Cuando no la tomo no puedo dormir, me da miedo".
Para llegar a Farmapatria camina con su bastón alrededor de un kilómetro y medio hasta la estación del metro más cercana. Al salir de su casa se enfrenta a una bajada pronunciada, en la que es fácil perder el equilibrio.
Luego, atraviesa unas aceras con huecos y desniveles, copadas por vendedores ambulantes y bolsas de basura. Al regreso, la bajada se convierte en una subida que la obliga a descansar continuamente.
En el metro, gratuito para los ancianos, hace un trayecto de tres estaciones.
"Tengo que caminar, si me quedo aquí me voy a quedar postrada en una cama y yo no quiero eso. A veces me duele el pie porque no hace mucho me caí y me doblé el tobillo, lo tengo hinchado, pero yo camino", dice Norma.
Su alimentación depende exclusivamente de las cajas de comida que reparte el Estado a las personas de bajos ingresos.
"La caja llega cada mes y medio. La última vino con dos kilos de arroz, dos paquetes de harina para hacer arepas, dos kilos de pasta, unos paquetes de garbanzos y café. Esta vez no trajo azúcar", explica Norma.
"Hoy me voy a comer de desayuno un bollito de harina, algo de café y un huevo que me regalaron. Al mediodía, garbanzos con algo de arroz y en la noche otra vez garbanzos. Me la paso mareada".
"Hace mucho tiempo que no como carne, pollo, leche; nunca pensé que pasaría hambre en mi vejez y no soy yo sola, muchos en el barrio están igual", agrega.
Su hijo no puede ayudarla ahora.
"Tiene 25 años, está casado y tiene dos hijos. Hasta hace poco estaba trabajando en un restaurante, donde le pagaban sueldo mínimo, pero con lo de la pandemia tuvo que dejarlo; para poder comer está haciendo tortas con su esposa".
De la época en que podía comprar electrodomésticos Norma atesora una vieja lavadora que todavía le funciona, la nevera y un televisor que le sirve para distraerse. Su temor es que las variaciones en el voltaje de la electricidad y los cortes de luz, que se han vuelto recurrentes en el país, dañen los aparatos.
"Así se me dañó el microondas, ya no prende. Ahora es imposible comprar otro", dice preocupada.
Y no sólo el servicio de luz se ha deteriorado en el barrio.
"Casi siempre estoy dos días de la semana sin agua. Menos mal que cuando vivía mi esposo compró un tanque de plástico que tengo en el baño. Pero el agua está llegando muy sucia, amarilla, por eso tengo que hervirla".
Norma esquiva el tema político, evita hablar de si apoyó o no en algún momento al expresidente Hugo Chávez o si votará en las elecciones parlamentarias previstas para diciembre de este año. Se muestra resignada, sin expectativas de un cambio que alivie su cotidianidad.
"Ya no espero nada bueno, siempre todo es peor", dice.
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