Día uno de la República de Cataluña. La ciudad amaneció ayer sin muestras visibles de ningún cambio. Incluso la bandera española continuaba ondeando en el palacio del gobierno catalán. Ni nuevas leyes en vigor, ni celebraciones en las calles, ni el reconocimiento de mandatarios extranjeros.
La República catalana parece, por el momento, más un teorema que un hecho práctico. Una pregunta sobrevuela. ¿Intentarán sus políticos materializar su República o aceptará la intervención de Madrid, que se deponga su gobierno y se convoquen unas elecciones?
Horas después de que el 10 de octubre Carles Puigdemont hiciera un primer amago de declarar la independencia, publicó una foto en Instagram. Se trataba de una partida de ajedrez. Y la declaración definitiva de la independencia parece un movimiento más en ese largo juego.
Una prueba del estira y afloja fue la comparecencia de Puigdemont ayer. La televisión pública catalana lo presentó como “president de la Generalitat”, y no de la República. En su discurso, él no se daba por cesado (como decretó ayer el presidente español Mariano Rajoy) pero tampoco llamó a la resistencia de los catalanes contra el plan de Madrid de expulsarlo del poder. Pidió “paciencia, perseverancia y perspectiva” y reclamó a los ciudadanos que se comporten “sin violencia”.
No planteó boicot a las elecciones convocadas por Rajoy para el 21 de diciembre. “La mejor manera de defender las conquistas alcanzadas es la oposición democrática a la aplicación del artículo 155”, dijo, en lo que se entendió como una concesión a la posibilidad de que los partidos independentistas participen en esos comicios.
Una encuesta del segundo diario de Cataluña, El Periódico, aseguraba ayer que, de celebrarse ahora esas elecciones, los independentistas volverían a lograr una estrecha mayoría, pero el equilibrio de fuerzas seguiría a 50% entre ellos y los defensores de continuar en España.
Los ciudadanos independentistas se mostraban felices ayer. “Yo estoy encantada de que se haya declarado la República, porque tenía muchas ganas de celebrarlo”, explicaba Julia Martínez en la plaza de Sant Jaume.
El bando secesionista sabe que carece de apoyos internacionales; que si sigue adelante con la independencia quedará fuera de la Unión Europea y del euro; que la mitad de los 7.5 millones de catalanes no quieren dejar España; que Cataluña carece de ejército e infraestructuras para recaudar impuestos; y que su economía se resentirá gravemente del proyecto.
Desde que comenzó la crisis secesionista, mil 700 empresas se han llevado sus sedes por miedo a la inseguridad jurídica, también se ha retraído la inversión extranjera, ha caído el consumo interior, y se ha deteriorado la imagen de marca Cataluña.
España ha movilizado a toda la maquinaria del Estado: desde el gobierno a los jueces, indignados por la forma en que los independentistas se han saltado las leyes. “Cataluña no ha medido bien. No serán independientes”, explica a EL UNIVERSAL el catedrático de Derecho Administrativo Santiago Muñoz Machado: “España se juega su existencia como Estado en este trance. Los independentistas pueden recurrir a la resistencia pasiva, pero es una lucha que van a perder”.
Puigdemont dio ayer por sentado en su discurso que sus consejeros continuarán en sus despachos. La prueba definitiva de la resistencia se dará cuando, a partir del lunes, la Fiscalía española pueda ordenar la detención del ex mandatario y el resto del gobierno catalán, acusados de declarar la independencia.
Las asociaciones civiles que apoyan la República enviaban ayer por redes sociales llamadas a la resistencia pacífica. El analista Enric Juliana, subdirector del principal diario catalán, La Vanguardia, suele repetir que España y Cataluña estarán siempre ligados por sus propias divergencias. Se necesitan la una a la otra para definir su identidad y su proyecto.
Según esa teoría, el anuncio de la secesión no habría roto nada que no se pueda arreglar. Al contrario, la partida continuará, más viva que nunca, por algún tiempo.