Una disculpa es, o debería ser, una expresión de arrepentimiento sincero y, al mismo tiempo, la convicción de que no se cometerá el mismo error de nuevo. Pero cuando se vuelve reiterativa, no sólo pierde relevancia; deja de ser creíble. Y cuando la falla es demasiado grave, es insuficiente, por más sincera, o de más arriba que venga.
Es lo que ocurre con las disculpas del papa Francisco, o de su antecesor, Benedicto XVI. Tuvieron que salir a la luz los casos de miles de niños indígenas que sufrieron abusos, negligencia y que en muchos casos perdieron la vida como parte del proceso de “asimilación cultural” por el que fueron forzados, en escuelas residenciales de Canadá, a olvidarse de quienes eran, a ser otros, a ser quienes la Iglesia y las autoridades canadienses creían que debían ser, para que la Iglesia católica pidiera perdón.
Los traumas de aquella política derogada apenas en 1996, por la que el gobierno canadiense también se disculpó, perduran hasta hoy. Familias rotas; sobrevivientes traumados; indígenas que aún no saben dónde quedaron sus familiares, que desaparecieron en aquellos lugares de terror, quizá enterrados en alguna de las cientos de tumbas que han sido encontradas.
Los asistentes a las ceremonias en las que Francisco, en su “peregrinaje de penitencia”, ha pedido perdón por aquellos actos, aseguran esforzarse en perdonar.
Pero el perdón no les devolverá a los suyos, o la dignidad perdida. Exigen más que palabras. Exigen, por ejemplo, la derogación de la “doctrina del descubrimiento” que autorizó a las potencias europeas a colonizar tierras y pueblos no cristianos. Una doctrina que significó la aniquilación de miles de personas que se negaron a “convertirse”.
Francisco pidió perdón también por los casos de abusos sexuales. “Nada será suficiente para reparar el daño”, había dicho ya en 2018. Y antes que él, Benedicto XVI expresó su “profunda vergüenza y dolor” por las violaciones cometidas en Alemania siendo él arzobispo de Múnich.
Pero para las víctimas de estos abusos, las palabras son insuficientes; apenas un primer paso en un doloroso y complicado camino hacia la reconciliación y la sanación. Como los indígenas en Canadá, exigen más. Exigen reparaciones; exigen justicia. Que los culpables paguen y dejen de estar protegidos por su aura religiosa; exigen compensación económica por los daños ocasionados.
No importa con cuánta humildad se disculpe la Iglesia. Importan los hechos. Por mucho tiempo, las víctimas exigieron que los sacerdotes acusados de abusos pudieran ser juzgados como cualquier persona.
En 2021, Francisco hizo cambios a la ley eclesiástica para facilitar que los sacerdotes rindan cuentas, para evitar que los jerarcas encubran los delitos cometidos, contra niños o contra adultos.
Aun así, hay cientos de sacerdotes que siguen ejerciendo a pesar de las graves acusaciones en su contra; otros que simplemente son jubilados, sin que se les aplique una verdadera justicia; u ocultos, bajo la protección y el conocimiento de sus poderosos mandos.
El clamor de las víctimas es el mismo: acciones, no sólo disculpas. Justicia, caiga quien caiga.
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