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A Rudolf de Baey, la mañana del 10 de noviembre de 1989 le supo a libertad. Junto al café caliente en la cocina, el periódico anunciaba una noticia que revolucionó su mente, la realidad de su país y al mundo entero: “Cayó el muro de Berlín”.
Rudy nació en 1964 en la entonces Alemania del Oeste, regida por el sistema capitalista que instauraron los Aliados después de la Segunda Guerra Mundial. Y a pesar de que creció sin el más mínimo contacto con la socialista República Democrática Alemana (RDA), afirma que era común escuchar que en el este los fascistas siempre habían sido mayoría: “Uno oía que ellos habían votado por los nazis, que eran responsables de su situación y de la mala vida que tenían”.
Un sistema en el que todos eran iguales para mal, sin oportunidades de desarrollo y en el que se reprimía y se castigaba incluso con cárcel a quienes no comulgaban con las ideas del régimen era el pan de cada día en la RDA, cuenta el actual director del Goethe-Institut Mexiko.
La primera vez que Rudy estuvo frente al muro fue a la mitad de los años 80, antes de su derrumbe, cuando regresaba a Alemania de un viaje a China. El tren en el que se transportaba cruzó las entrañas de la RDA hasta el punto en el que se cortaba en dos el corazón de la capital alemana.
Un sentimiento de claustrofobia y encierro lo invadió. Tenía miedo, confiesa, de que los oficiales que revisaban los pasaportes pudieran retenerlo y ocasionarle algún problema que no lo dejara cruzar al oeste: “La gente nos veía horrible. Era una dictadura, ellos no eran una broma”. Años después, el día que cayó el último emblema de la Guerra Fría, el joven estaba en Múnich. En un principio, no daba crédito a la noticia, pero en cuanto se hizo consciente de que Alemania en verdad estaba haciendo historia se dijo: “Tengo que estar ahí”.
Entonces emprendió la ruta pidiendo aventón en carretera. Un grupo de punks en un auto lleno de botellas de cerveza para festejar lo condujo a Berlín.
Alejados del recuerdo lúgubre que permanecía en la memoria de Rudy, los oficiales de la RDA reían y festejaban por igual con los cientos de ciudadanos que con picos hacían caer una a una las piedras de la valla. Del otro lado había una fila kilométrica de coches que buscaban entrar al oeste por primera vez.
“Había flores, fiesta, champán, los cantineros estaban regalando alcohol, todo era alegría. Fue un momento increíble. De liberación. Todos estaban hermanados, en unidad. Fue un éxito. Es algo que pasa una vez en un siglo.
“La gente del este no esperó a que el gobierno socialista les hablara de un nuevo sistema. No, ellos salieron de ahí para descubrir cosas que nunca habían visto: las frutas, verduras en los supermercados, las sex shops, incluso para ir a Mc Donald’s”.
Ese día, sin ver la moneda que el otro traía en el bolsillo, ambos lados alemanes se hermanaron.
Sin embargo, un largo y doloroso proceso de adaptación siguió a los días y meses posteriores a ese 9 de noviembre.
Aunque la caída del muro de Berlín fue un “milagro” para Rudy, dice que en ese momento se encontraron dos mundos culturales, económicos e ideológicos completamente diferentes y que a los ciudadanos de ambos lados les costó mucho trabajo acoplarse.
Con la unificación, la industria del este se quedó sin fuerza de trabajo, no pudo seguir vendiendo sus productos, perdió su moneda y la capacidad de exportar a otros países socialistas. La economía cayó en catástrofe y millones de personas se quedaron sin trabajo.
Entonces, la Alemania Oriental comenzó a quedarse desierta tras el éxodo masivo de ciudadanos.
A la tragedia se sumó que cuando los alemanes que habían migrado buscaban trabajo en el oeste, se enfrentaban a una realidad en la que toda su formación y experiencia laboral tenía nulo valor.
“Cuando iban a las empresas, eran rechazados de los trabajos. ‘Es que lo que tú sabes aquí no sirve, pero buena suerte’, les decían. Era una experiencia muy frustrante. Mucha gente sufrió carencias”, cuenta.
“En cuanto cayó el muro, miles más se levantaron. Pero esta vez invisibles, de colores de piel, de razas, de ideología, de lenguaje o económicos. Muros culturales que seguían segregando a las personas”.
A 30 años del derrumbe de la valla, Rudy deja atrás la reflexión de que los muros fronterizos son malos y rompen las relaciones entre las naciones, puesto que afirma que aunque no existan físicamente, permanecen fuertes y firmes de otras maneras.
Recuerda que cuando estuvo en Berlín, la última persona con la que habló fue una anciana, quien le dijo: “Este día es grande, desde ahora y para siempre Berlín está unido en una gran ciudad, en una gran Alemania”.