El triunfo de Donald Trump fue tan contundente como irónico. El presidente electo ganó el sufragio popular, los siete estados decisivos y el Colegio Electoral casi sin sumar votos respecto de su última elección.
Trump obtuvo, hasta ahora, 74.3 millones de sufragios, apenas 110 mil más que en 2020, cuando cayó ante Joe Biden. Ese puñado de miles de votos le bastó para ejecutar el martes pasado uno de los regresos políticos más increíbles de la historia contemporánea, mientras que en 2020 más de una decena de millones de sufragios no le alcanzaron para la reelección.
Ese año, el entonces mandatario logró algo que pocos otros candidatos republicanos habían alcanzado antes: añadió 11.3 millones de nuevos votantes a su base electoral en comparación con 2016. Ese éxito no fue suficiente para derrotar a Biden, que a su vez registró 15.5 millones más que Hillary Clinton cuatro años antes.
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Si Trump apenas sumó votos, Kamala Harris y su partido sufrieron una hemorragia de seguidores. De los 81.3 votos recibidos por Biden, se derrumbaron este año a 70.4 millones.
La explicación está en la capacidad de Trump y de su campaña de martillar sin pausa sobre los dos temas que más agobian a los norteamericanos –el costo de vida y la inmigración- y en la imposibilidad de los demócratas de escuchar el malestar de los trabajadores. Pero también está en algunos fenómenos que hoy definen la política y la economía global y dividen a sus sociedades.
Ya parece una perogrullada, pero los oficialismos del mundo no logran resistir la impiadosa ola de impaciencia, enojo y desigualdad que surca la década y el planeta. Guerras, pandemias, cambio climático y aceleración tecnológica cavaron una huella de inflación, salarios retrasados, bajo crecimiento y precariedad laboral que agobia el presente y destiñe el futuro de los habitantes de decenas de países del mundo.
La insatisfacción y la furia económica motorizan derrotas oficialistas sin importar el tamaño, la influencia o la robustez institucional de la nación. En este noviembre, casi tan sorprendente como el sólido triunfo de Trump fue la victoria poco anticipada de la oposición en Botsuana, que destronó a un oficialismo que estaba en el poder desde la independencia del país, hace seis décadas.
En Estados Unidos, fue la inflación que, aun cuando ya se haya reducido, dejó un rastro de precios altos y heladeras sufrientes. En Botsuana, fue la economía rota y un desempleo cercano al 30%.
Este año fue recibido como una prueba para la democracia y para los oficialismos por su inusual cifra de comicios, un “mundial electoral” que convocó a las urnas a miles de millones de personas y que definirá la política global de la próxima década.
Un repaso detallado de 35 comicios presidenciales, legislativos y regionales indica que los oficialismos y la democracia casi no pasan el examen.
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En lo que va del superaño electoral, solo dos oficialismos se impusieron en comicios libres, justos y sin sombras; fue en Taiwán y República Dominicana. En México e Indonesia, los partidos gobernantes también retuvieron el poder, pero bajo crecientes denuncias de erosión democrática.
Otros cuatro oficialismos, en tanto, resistieron la ofensiva opositora por poco y su triunfo tuvo sabor a derrota. En Francia, por ejemplo, Emmanuel Macron perdió poder real pese a haber impedido, una vez más, que la ultraderecha alcanzara el gobierno. Los todopoderosos Cyril Ramaphosa y Narendra Modi permanecieron en las presidencias de Sudáfrica e India aunque con muchísimos menos votos de los que esperaban.
Los oficialismos más exitosos fueron los que usan las elecciones solo como maquillaje de su esencia autocrática; en total fueron 10. Algunos recién comienzan ese camino de deriva autoritaria –como El Salvador- otros ya llevan varios kilómetros recorridos –como Venezuela-. Todos cuentan con líderes que, a juzgar por un número de votos más ficticio que real, son muy populares. Vladimir Putin logró su reelección en marzo con el 88% de los votos. El ruandés Paul Kagame extendió su presidencia de 24 años con el 99% de los sufragios… ni los Castro alcanzaron esos caudales electorales en Cuba.
Junto con la consolidación autoritaria de varias naciones, la más nítida de las tendencias en el “mundial electoral” fue, efectivamente, la ola opositora. Desde Estados Unidos a Gran Bretaña y Brasil y desde Panamá a Corea del Sur y Alemania, catorce oficialismos cayeron ante la oposición en comicios presidenciales, legislativos y regionales.
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La ola antioficialista no solo altera el camino político del mundo sino que lo colorea. De las catorce elecciones ganadas por la oposición, ocho recayeron en la derecha o la ultraderecha.
Europa termina el año en vilo con el triunfo del filonazi Partido de la Libertad en las elecciones generales de Austria y con el afianzamiento de Alternativa por Alemania en las elecciones regionales que arrinconaron al gobierno de Olaf Scholz.
Más incluso tembló el continente con el avance de Marine Le Pen y su Reencuentro Nacional en la primera vuelta de las legislativas de Francia, un movimiento contenido en la segunda vuelta por partidos tradicionales con un “cordón sanitario” cada vez más desgastado. Inmigración y costo de vida fueron los temas que, como en Estados Unidos, resonaron entre franceses, alemanes, austríacos, portugueses para impulsar a la derecha más radicalizada a lugares de la política europea que pocos hubieran imaginado hace una década.
América Latina no es ajena al avance de la derecha. Brasil y Chile tuvieron hace algunas semanas elecciones municipales y regionales que depositaron a la derecha en un trampolín privilegiado para volver a la presidencia en 2026 y 2025, respectivamente.
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La derecha en sus varias versiones no solo gana fuerza en elecciones sino que corre a todo el arco político de las democracias hacia su rincón.
En Estados Unidos, obligada a competir con las promesas de deportación masiva de Trump, Kamala Harris presentó una política migratoria tan restrictiva que hace 20 años habría pasado por republicana.
En Reino Unido, el laborista Keir Starmer protagonizó este año precisamente un capítulo central de la ola antioficialista al derrotar al entonces premier conservador Rishi Sunak y al darle a la izquierda global uno de sus pocos triunfos del año.
Pero, como tantos en la historia, Starmer hace campaña desde la izquierda y gobierna desde el centro, o más bien desde la derecha. El presupuesto que gobierno presentó hace unos diez días tiene tanto de laborista como de conservador, con sus recortes de beneficios para jubilados o la imperceptible suba de algunos impuestos.
Starmer llegó a Downing Street en julio pasado con un batacazo electoral que dejó aturdidos a los conservadores y que envía a Trump una señal de alerta para el mediano plazo. En los comicios de julio, el entonces oficialismo tory perdió 251 de sus 344 asientos en el Parlamento, una derrota de poco antecedente para la derecha inglesa.
Hace solo cinco años, nadie en Gran Bretaña pensaba que esa caída era posible: en los comicios de 2019, el entonces premier conservador Boris Johnson avanzó con tanta potencia electoral sobre enclaves laboristas que los tories se ilusionaron con un gobierno de varias décadas. Nada de eso sucedió y el Partido Conservador no logró sobrevivir ni a la impaciencia británica ni a sus propios errores.
Hoy, la euforia y la victoria tan amplia de Trump lleva a los republicanos a imaginar varios lustros de poderío electoral frente a unos demócratas hundidos en el desconcierto. Pero el mensaje de Gran Bretaña es claro: la era del descontento no perdona a nadie.
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Por lo pronto, los republicanos confían en que pueden descansar en un grupo de sus nuevos votantes para construir el futuro y evitar una debacle como la de los tories. Parte esencial de la campaña, de la épica y del triunfo de Trump fue atraer a los hombres jóvenes blancos, latinos y negros en una especie de contrarrevolución o reacción antifeminista. Alimentar las diferencias entre hombres y mujeres, campo y ciudad, minorías y mayorías fue una de las claves del éxito del magnate.
Y la novedosa apuesta por los podcasts y la “manósfera” –el ecosistema digital de redes que exaltan la masculinidad y virilidad- ayudó al presidente electo a avanzar sobre ese voto joven, tradicionalmente apegado a los demócratas. En 2020, Trump recibió el 36% del voto joven; este año, obtuvo el 46%, de acuerdo con un sondeo de AP.
Estados Unidos tampoco escapa allí de un fenómeno global que marcará el futuro de la política y anticipa más años de polarización. Desde mediados de la década pasada, en coincidencia con el movimiento #MeToo, las mujeres jóvenes norteamericanas se vuelcan gradualmente a la izquierda, mientras que los hombres jóvenes se inclinan de a poco por la derecha o por el centro. El contraste es significativo. Hoy el 40% de las mujeres jóvenes se dice progresista frente a un 25% de los hombres, de acuerdo con una encuesta de Gallup de septiembre pasado.
El mundo se mueve –o se parte- en una dirección similar. La misma grieta joven se reproduce desde Corea del Sur a Alemania, Gran Bretaña o la Argentina. El futuro promete más polarización.
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mgm