“La reina Isabel II fue la roca sobre la cual se construyó la Gran Bretaña moderna” expresó la recién estrenada primer ministro del Reino Unido Liz Truss. La frase, a pesar de su grandilocuencia, no es exagerada. Su vida y su obra marchan a la par de la historia del Reino Unido en el siglo XX y las primeras dos décadas del XXI. El Financial Times, el periódico británico más importante en el mundo recordaba en su editorial institucional que si algo caracterizó a la reina fue su renuencia a actuar con la frivolidad de los políticos de nuestro tiempo, es decir, a cambio de un aplauso inmediato. Nada más británico que esa cualidad tan isabelina de seriedad a prueba de modas y presiones populares. Disposición al cambio y la reforma sí, pero gradualmente y dentro de las instituciones. Eternamente institucional, como la recordó Fareed Zakaria en el Washington Post, nadie sabe qué pensaba la reina sobre Margaret Thatcher, Barack Obama o Donald Trump y nunca lo sabremos. Encarnó a la perfección la disciplina de la discreción de la jefatura del estado, pues en su calidad de representante de todos sus súbditos, jamás se permitió tomar partido ni manifestar sus preferencias políticas (que las tenía y muy firmes). Ni siquiera tenemos constancia de su postura frente al Brexit. Zakaria rememoraba también al gran constitucionalista Walter Bagehot, quien decía que el sistema constitucional británico requería dos componentes, el dignificador y el “eficiente” o ejecutor. El primero, encarnado por la monarquía, para inspirar admiración e imprimir respetabilidad a las instituciones y jefatura del estado. El segundo representado por el primer ministro, para conducir el gobierno. Poca gente dignificó tanto la jefatura del estado británico como Isabel II, igual dentro su país como en su calidad de representante diplomática durante sus viajes a más de 100 países de la Tierra.

Para quienes afirman con bajeza y mezquindad que la Reina Isabel era simplemente un símbolo del colonialismo británico, puede resultar ilustrativo el testimonio de Lee Kuan Yew, padre de la independencia del Singapur moderno, a la sazón, una excolonia británica. Lee Kuan Yew fue el más grande estadista asiático del siglo XX y uno de los pocos en la historia del mundo que durante su gestión convirtieron un país miserable en una potencia en todos los órdenes. En sus memorias From Third World to First. The Singapore Story: 1965-2000 escribió “a lo largo de mi carrera política he recibido condecoraciones y distinciones del presidente Nasser de Egipto, el emperador Hirohito del Japón, el presidente Suharto de Indonesia, el presidente Park Chung Hee de Corea, entre muchos, muchos otros. No tienen ni tendrán nunca la misma connotación emocional que cuando la reina Isabel II me nombró caballero de la Gran Cruz de la Orden de San Miguel y San Jorge.” Y añade “nunca consideré conveniente usar el título de Sir, pero… ella (Isabel II) era asombrosamente buena para producir una sensación de comodidad en sus invitados sin esforzarse, una habilidad social perfeccionada por su entrenamiento y la experiencia. Era graciosa, amistosa y estaba genuinamente interesada en Singapur porque su tío, Lord Louis Mountbatten, le había contado de su tiempo aquí como comandante en jefe de las fuerzas aliadas.”

Si el testimonio de un asiático no es satisfactorio, leamos el de un africano. Nada menos que Nelson Mandela en su autobiografía El largo camino hacia la libertad, escribió “Confieso que soy, en cierta medida, anglófilo. Cuando pensaba en la democracia y las libertades en Occidente, pensaba en el sistema parlamentario británico. En muchos aspectos, el modelo de caballero para mí era el del caballero inglés.” Unas cuantas páginas más adelante, Mandela agregó “los comunistas consideran que el sistema parlamentario occidental es antidemocrático y reaccionario. Yo, por el contrario, soy un admirador de ese sistema. La Carta Magna, la Petición de Derechos y la Declaración de Derechos son documentos venerados por los demócratas de todo el mundo. Tengo un gran respeto por las instituciones políticas inglesas, por el sistema judicial de ese país y por la reina. Considero que su Parlamento es la institución más democrática del mundo, y la independencia e imparcialidad de su poder judicial nunca deja de admirarme.”

Igual o más impresionante es el recuerdo de Konrad Adenauer, el estadista que ya en la tercera edad reconstruyó Alemania después del desastre de la Segunda Guerra Mundial. Adenauer describió así en su libro Memorias (1945-1953) sus primeros encuentros con Isabel II “el entierro del Rey, por el que yo sentía gran aprecio, tuvo lugar el 15 de febrero de 1952. A mi llegada, acudí al Palacio de Buckingham en visita de condolencia a la Reina Isabel II. Hablé con ella por segunda vez, en el curso de mi estancia en Londres, el día de mi partida, 19 de febrero… Me causó una impresión singular: se comportaba con gran naturalidad, magnificencia y generosidad a pesar de su corta edad.” Adenauer registraba su asombro ante una monarca que no exhibía ningún resentimiento contra Alemania, pese a que pocos años antes la aviación alemana bombardeaba Londres. La reina estaba empeñada en dejar atrás el pasado, anular la polarización, impulsar la reconciliación dentro de su pueblo y entre los pueblos, renunciar a hablar de enemigos entre naciones para construir la armonía europea, dice Adenauer “sin rencores ni temores hacia el porvenir. Anfitriona espléndida, nada supera la gracia, elegancia y distinción de una invitación de Isabel II a ser su huésped en el palacio de Buckingham.”

Me he pasado la vida leyendo autobiografías, memorias, diarios y correspondencia de políticos de los cinco continentes. Jamás me he topado con otra figura capaz de concitar el respeto universal por parte de sus colegas y contemporáneos que inspiró Isabel II, y en consecuencia su país. Como expresó el presidente francés Emmanuel Macron en sus condolencias “para ustedes (los ingleses) es su reina. Para todos nosotros es LA reina.” No es poca cosa como legado para la monarquía. Y, sin embargo, resultará muy difícil sostenerla sin cambios. Como señaló Philip Stephens, la reina Isabel II experimentaba mucha zozobra respecto a la vida pública. Si bien proyectó siempre estabilidad y continuidad, ella observaba con inquietud creciente la polarización atizada por los políticos de nuestro tiempo, el empeño de muchos por dividirnos. Isabel II ni siquiera murió con la certeza de que su reino se mantendría unificado. Las tensiones del Brexit podrían conducir a la separación de Irlanda del Norte y Escocia.

Muchos se preguntan si la monarquía dispone de la suficiente fuerza para sobrevivir a la muerte de Isabel II. Considero que sí. Una institución que ha perdurado mil años y resistió a los vientos antimonárquicos de la revolución francesa y el espíritu anticapitalista de la revolución bolchevique, no parece destinada a morir por embates de la demagogia populista. Desde luego, el respaldo social a la corona dependerá fundamentalmente de la conducta pública y privada del rey Carlos III. Nada de escándalos de corrupción financiera y sexual al estilo de su desprestigiado tocayo español. Y sobre todo, una constante cercanía con causas sociales como la ambiental, que es un tema predilecto del nuevo rey desde la década de 1960.

En una época en la que los gobernantes y políticos se expresan con procacidad inaudita, o se insultan continuamente haciendo gala de vulgaridad manifiesta, el decoro y cuidado de su investidura que caracterizó a la reina Isabel II pueden ser ejemplos provechosos. Ella nunca se permitió públicamente una expresión desfavorable sobre sus críticos y adversarios. Sabía el peso de las palabras de una jefa de estado. Tampoco cedió a la frivolidad de exhibir su cuerpo y vida íntima en las redes sociales. Mantuvo la política en el reino de las razones y no de las emociones, para evitar su desbordamiento violento. A diferencia del apasionamiento, gritos y estridencia de los políticos latinos, Isabel II fue cuidadosa hasta con sus sonrisas, reservada siempre sobre su estado anímico. Su pecho sí era bodega, cual debe ser en una jefa de estado. Las emociones eran para desplegarse en privado, nunca en público. Por eso el mundo la admiraba, y por eso admiramos a su país. Nos enseñaron a domesticar nuestras pasiones y cultivar la civilidad. Como escribió Oscar Wilde “la cortesía primero, la moral y los sentimientos después.”

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