La caída de la noche convirtió a Bogotá , una de las principales metrópolis latinoamericanas, en una ciudad fantasma. El miedo a supuestos robos en residencias y la tensión por nuevos brotes de violencia acompañaron el toque de queda en la capital de Colombia.

Las porterías de edificios y conjuntos residenciales se convirtieron en puestos de comando improvisados de decenas de ciudadanos que, armados con cuchillos, bates y machetes, se alistaron para repeler supuestas hordas de encapuchados que robaban la ciudad.

Buena parte de los bogotanos experimentaba por primera vez un toque de queda. La última vez fue durante otro gran paro nacional, en septiembre de 1977, años antes de que estallara la violencia de los carteles del narcotráfico y se agudizará el conflicto de guerrillas y paramilitares.

Ahora se dio por saqueos a establecimientos comerciales, disturbios y ataques a estructuras públicas y privadas que siguieron a una masiva protesta contra el gobierno derechista de Iván Duque.

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"Lo de nosotros no es grupo de pandillas ni nada, sino grupos de familias que están cuidando lo de cada uno", dijo a AFP Santiago Palacios, un entrenador de gimnasio que vigilaba su casa en San Cristóbal, en el norte de la capital.

Armado con un palo, Palacios vencía el sueño con tazas de café que lo mantenían alerta ante las noticias que llegaban por WhatsApp sobre "ataques" a lo largo y ancho de la urbe.

El fisicoculturista y sus vecinos parecían ser víctimas de lo que el alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, llamó una "ola de pánico".

"Si bien hay casos (de robos a residencias) que han sido atendidos, se trataría de un plan orquestado para levantar pánico", dijo el mandatario.

En la era de las redes sociales, las noticias falsas se difundieron como fuego en un pajar.

La policía reconoció que hubo disparos y peleas en algunos sectores, pero aseveró que mayoritariamente se debieron a confusiones entre los mismos "vigilantes".

En los celulares, unos mismos mensajes de alerta se replicaron con cambios en detalles como locación y hora.

Para diferenciarse de los extraños, Palacios y sus vecinos se colocaron camisetas blancas encima de la ropa.

La ola de violencia se concentró en zonas populares del sur de Bogotá, una ciudad de siete millones de habitantes. Pero Peñalosa se abstuvo de relacionarla directamente con las movilizaciones del jueves contra el gobierno central y la consideró el resultado de "una minoría de delincuentes" atacando la capital.

Pese a que a la medianoche las autoridades aseguraban haber controlado los " actos de vandalismo ", los autodenominados guardianes no bajaron la guardia. Y apuntaron, sin más pruebas que las cadenas en redes, a un enemigo: los migrantes venezolanos que han llegado en masa en los últimos años huyendo de la crisis en su país.

"No los hemos visto, pero vienen robando, digamos, como saben, desde el sur", reconoció Palacios, que confiaba a ciegas en la información que le compartían.

Buena parte de los 313 mil venezolanos que viven en Bogotá, de los 1,4 millones en Colombia, residen en las zonas más sacudidas por los desmanes.

Uno de los epicentros del "vandalismo" fue Patio Bonito. Un nombre irónico para una zona de discotecas y prostitución donde decenas de personas saquearon almacenes, incendiaron una estación de transporte público y trataron de linchar a un policía en imágenes retransmitidas en televisión.

En medio de las calzadas con piedras, vidrios rotos y llantas aún humeantes, soldados retuvieron y controlaron hasta tarde a los habitantes que desafiaron el toque de queda.

"A los militares les tienen más respeto" que a la policía, agradeció Esneider, cuidador de un almacén saqueado.

A diferencia del sur, donde se concentran los barrios populares, en el norte, hogar de la clase alta, cientos desafiaron el toque de queda con un cacerolazo frente a la residencia privada de Duque.

Vecinos en pijama y extraños llegados de varias partes se juntaron para protestar contra las políticas del gobierno con un ruido inusual en Colombia hasta las marchas del jueves: el del choque de cucharas contra cacerolas que popularizó la burguesía chilena contra el presidente socialista Salvador Allende.

"Quiero la renuncia de Duque. Por el motivo de que no nos tiene nada de garantías (...) a la clase proletaria, nos tiene perfectamente abandonados", dijo emocionado Wilson Sánchez, un campesino de 43 años que viajó desde el departamento de Boyacá, aledaño a la capital, con su hijo para demostrar su descontento.

Una hora larga después de iniciado el toque de queda, que empezó a regir a las 21H00 (02H00 GMT del sábado), la protesta fue disuelta pacíficamente por policías, que mantuvieron la custodia en el sector.

"Esta es una de las zonas de la ciudad donde las manifestaciones casi nunca llegan, porque la zona del norte es donde el Estado sí llega", afirmó el universitario Luis Lozano.

Para el sábado, tras el fin de la orden de resguardo en la madrugada, se esperaban más cacerolazos, que no distinguen entre ricos y pobres.

asgs

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