La cuarentena adquiere un significado distinto en el desierto argelino, en el norte de África, donde los saharauis han permanecido 45 años desplazados de su patria, sobreviviendo a una tierra inhóspita, a la poca comida y agua, así como a un panorama que parece no tener soluciones a su condición de refugiados. Hoy, también resisten a la propagación del Covid-19, que amenaza con colapsar un precario sistema de salud que depende de la ayuda humanitaria, con insumos insuficientes y posibilidades limitadas para atender a una población vulnerable.

En cuanto la alerta sanitaria encendió los semáforos en todo el mundo, el gobierno nacional cerró fronteras, endureció el confinamiento en los campamentos, creó un comité epidemiológico y comenzó una campaña para sensibilizar a los habitantes sobre la higiene necesaria, entre otras medidas que hasta ahora han ayudado a mantener en cero la cifra de contagios.

Sin embargo, al 20 de mayo, Argelia, país que les da asilo, registraba 7 mil 542 casos confirmados y 568 muertes por Covid-19. Tan sólo en la provincia de Tinduf, ubicada a 8 mil kilómetros de la capital saharaui (El Aaiún), había al menos 14 personas enfermas.

“Nos hemos visto muy afectados porque estamos prácticamente ais- lados del resto del mundo, por lo que no contamos con mucha ayuda para enfrentar esta pandemia”, dijo a EL UNIVERSAL el doctor Jalil Lasiad Ahmed, presidente del Colegio Médico Saharaui.

El especialista alerta que en caso de que surgiera un brote entre los refugiados, son pocas las posibilidades o alternativas de diagnóstico y de tratamiento, debido a la carencia de pruebas, equipo médico, camas de hospital, salas de cuidados intensivos y material de protección para el personal de Salud, todo proveniente de donaciones internacionales.

Tan sólo para diagnosticar un caso, las muestras deben enviarse vía aérea a Argel, situada a mil 700 kilómetros de Tinduf, para ser analizadas, de acuerdo con la organización Médicos del Mundo.

En la wilaya de Rabuni, una de las cinco provincias que conforman los campamentos, el gobierno argelino instaló y equipó una carpa a modo de hospital temporal el pasado 6 de mayo. Con una capacidad limitada para 150 pacientes, este centro de salud se suma a los cuatro hospitales centrales, además de los dispensarios locales, que prevén atender posibles casos de Covid-19 entre una población estimada por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en más de 170 mil personas.

La alerta se agrava debido al alto porcentaje de saharauis con diabetes e hipertensión.

“Nuestro sistema de salud está basado en la prevención y eso es lo que hemos venido haciendo para evitar una posible catástrofe. Porque, en caso de que haya un contagio en los campamentos, que Dios no lo quiera, la preparación es escasa”, aseguró Lasiad Ahmed.

Los daños colaterales

En el Sahara Occidental, el pequeño gesto de lavarse las manos para no contagiarse se convierte en un reto enorme. A pesar de los envíos de pipas como parte de la ayuda humanitaria de Argelia, la realidad diaria en los campamentos, donde hay casas que ni siquiera tienen agua corriente, complica que los saharauis sigan al pie de la letra las medidas sanitarias recomendadas.

Además, la pandemia ha traído consigo otras afectaciones colaterales para los refugiados, quienes dependen en su mayoría de las remesas provenientes de sus familiares en España.

Las medidas de contingencia han ahogado a su pequeña economía, puesto que han sufrido el encarecimiento y escasez de productos y alimentos básicos en las tiendas locales debido al cierre de fronteras, y también han tenido una reducción en sus ingresos a causa del cierre de actividades en la mayoría de sectores en los que se desempeñan, principalmente la construcción y el trabajo informal.

“Tenemos más fe que miedo”

Pasará lo que Dios quiera, dice el joven saharaui Ahmed Mohamed Lamin, quien también asegura que entre su gente hay más fe que miedo a la pandemia.

“Hubo temor cuando no sabíamos qué era este nuevo virus, pero ahora lo conocemos y sabemos con qué estamos tratando. Estamos conscientes de que somos vulnerables, pero el gobierno informó a la población y adoptó medidas de prevención para evitar el caos que sería un brote aquí. Ahora todo está en manos de Dios”.

Aun con el tránsito restringido entre wilayas; con los niños estudiando en casa a través de transmisiones televisivas e incluso videos en WhatsApp; con los trabajos cerrados, y actividades culturales y sociales pausadas, la vida cotidiana transcurre sin alarma dentro de las dairas (barrios) que conforman las provincias de los campamentos.

En pleno mes de ayuno por el Ramadán musulmán y a pesar de las disposiciones gubernamentales de confinamiento, Ahmed cuenta que la gente transita normalmente en sus dairas, acude a mercados, tiendas y se reúne a rezar en familia: “Esta cercanía con la que vivimos los saharauis es la que preocupa, porque en caso de que haya una persona contagiada, el virus se propagaría muy rápidamente”.

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