Madrid

John Carlin llegó a Sudáfrica en 1989 como corresponsal del diario The Independent. Unos meses después conoció a Nelson Mandela y su relación se volvió fluida durante el convulso final del apartheid. Al cabo de los años, el reportero retrató en el libro El factor humano uno de los episodios más simbólicos de aquella época: el apoyo del ya presidente sudafricano al equipo nacional de rugby (con una larga tradición segregacionista) como instrumento para profundizar en la reconciliación nacional.

En entrevista con EL UNIVERSAL, Carlin recuerda la expectativa mundial que generó en 1990 la promesa de liberar a Mandela, tras 27 años de cárcel. “Antes de la campaña Free Mandela! [¡Liberen a Mandela!], él era casi un desconocido. No sabíamos cómo era físicamente. Había un grupo de fotógrafos frente a la cárcel para retratarlo si salía por sorpresa, pero el problema es que no conocían su aspecto. Recuerdo que uno de los carceleros calmó entonces a un fotógrafo: ‘Cuando lo veas, sabrás quién es. Lo reconocerás por su porte’”.

Mandela abandonó la cárcel el 11 de febrero, rodeado de una multitud a la que dirigió sus primeras palabras. “Nunca fue un gran orador y su discurso de ese día además resultó previsible. Entonces pensé que no estaría a la altura”, cuenta el periodista. “Pero al día siguiente dio su primera rueda de prensa y, después de estar con él en persona, comprendí que era el político más importante que iba a conocer en mi vida”.

Carlin destaca la mezcla de un aire monárquico con la sencillez personal que acreditó Mandela ese día. “Emanaba confianza. Era muy seductor, pero además su lucidez política en cada respuesta resultaba evidente. Demostraba que en la cárcel había pensado cómo resolver el inmenso problema de su país”.

El político se mostró desde el inicio decidido a subordinar sus intereses personales a los de sus país. A pesar de las injusticias que había sufrido, reapareció convencido de que la reconciliación nacional estaba por encima de cualquier apetito de venganza. “Ese primer día ya llamaba la atención la simpatía con la que se dirigía a periodistas blancos de periódicos que habían sido muy hostiles a su liberación”, recuerda el británico.

Gracias a esa posición generosa, logró convencer a sus adversarios de que el fin del apartheid no implicaría un ajuste de cuentas. Carlin considera que el político asumió esta actitud tanto por convicción como por sentido estratégico.

“Cuando entró en la cárcel era el líder del primer grupo guerrillero entre la población negra. Era la época de los movimientos revolucionarios en todo el mundo, como el castrismo. Pero la cárcel lo templó y cambió de método, entendió los límites de lo posible”, explica Carlin.

El periodista define a Mandela como “el líder político por excelencia”, y no cree exagerado pensar que, sin esa capacidad de generar consensos, la reconciliación en Sudáfrica habría naufragado.

“Mandela fue el factor decisivo para alcanzar la paz. Eventos como el fin de la Guerra Fría pudieron crear las circunstancias para que él saliera de la cárcel, pero en la sociedad sudafricana se daban también todos los requisitos para que estallase una guerra civil. Hay que pensar que había 50 mil hombres blancos armados dispuestos a lanzarse a una contrarrevolución y matar a esos negros que despreciaban. Durante los cuatro años que duró la transición, un día pensábamos que Mandela tendría éxito y al siguiente nos parecía que la guerra resultaba inevitable. Era un momento esquizofrénico: por un lado, el gobierno y los partidos tenían una conversación civilizada, pero al mismo tiempo el país sufrió una explosión de violencia, con muchísimas víctimas en los suburbios de Johannesburgo”.

Si necesita buscar un ejemplo en el mundo actual que ayude a comprender la grandeza de Mandela, Carlin lo tiene muy claro. “Mandela es el anti Donald Trump. Es opuesto en todos los aspectos imaginables”.

Por empezar por alguna parte con la lista de diferencias, Carlin considera que “Trump no tiene ideología, sólo dos o tres ideas subordinadas a sus impulsos infantiles. Es puro narcisismo. Mandela representa al pensamiento adulto, con esa capacidad de condicionar sus acciones al bien común y un objetivo muy definido”.

A esto se añade el carácter pragmático del sudafricano (“fue un soñador que, llegado el momento, supo hacer política”) contra la falta de disciplina del neoyorquino; o el alto sentido del respeto de uno (“Mandela trataba con la misma cortesía a la reina de Inglaterra, a un camarero o a un enemigo”) y del otro (“Trump no sabe qué es el respeto”).

Pero, por encima de todo, Carlin cree que la distancia política entre los dos personajes es resultado de una diferencia en su enfoque moral de la vida: “Mandela creía en la utilidad de apelar a lo bondadoso de cada persona. Incluso cuando se dirigía a gente tan siniestra como el jefe de la inteligencia durante el apartheid, buscaba lo más humano que había en él. Por el contrario, Trump siempre apela a lo peor de la gente: al miedo, a la venganza, la codicia...”.

Carlin no cree que el legado de Mandela pueda considerarse ensombrecido por los problemas actuales de Sudáfrica, con altas tasas de violencia y un bajo crecimiento económico. “Los críticos con Mandela le piden imposibles, sin tener en cuenta que aquello podía haber acabado de forma tan cruenta como Siria o Afganistán”, recuerda.

Mandela cumplió un mandato de cinco años, durante los que sentó las bases de la reconciliación en su país. “Antes de él, Sudáfrica era una aberración histórica. Ahora es un país normal, con problemas comunes a muchos otros, como Brasil o México. Por supuesto que no es perfecto, pero no se puede comparar a lo anterior”.

Carlin vivió cuatro años en México, también como corresponsal. Eso le permite establecer paralelismos. “En 1994 ya dije que el partido de Mandela, el Congreso Nacional Africano (CNA), se iba a convertir en el PRI, y es lo que ha ocurrido, porque son países con ciertas semejanzas y con partidos dominantes que se construyeron a partir de un gran consenso, y eso conlleva peligros, porque el poder seductor de la corrupción es universal”, razona. “Pero ahí llegó también una segunda revolución ahora, con la salida de Jacob Zuma, muy marcado por la corrupción, y la llegada de Cyril Ramaphosa, que es la mejor apuesta que podía haber hecho Sudáfrica. Fue elegido por Mandela como su sucesor, pero tardó 20 años en llegar al poder por culpa de los problemas de su partido. Ahora es su momento”.

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