Sluis, Holanda.— Harold Buijsse y Marga de Milliano estaban determinados a hacer todo lo que estuviera a su alcance para que nada se interpusiera en su camino, ni siquiera la primera pandemia por coronavirus.
El día nupcial se había fijado hace un año, intercambiarían sortijas el 22 de agosto de 2020. Nada cambiaría la fecha. Era el quinto año desde que esta pareja, de 60 y 58 años, se conoció en Sluis, una localidad turística ubicada al suroeste de Holanda.
El camino al altar no fue sencillo, estuvo marcado por la incertidumbre y la necesidad de asumir compromisos.
Siempre fueron conscientes de que casarse en época de Covid-19 implicaba el sacrificio de que no sería un evento en condiciones habituales. El cómo se celebraría y con quién prácticamente se dictó desde La Haya, donde el primer ministro, Mark Rutte, ha venido definiendo la estrategia contra el SARS-CoV-2 desde la aparición del primer caso en Europa en enero pasado.
Holanda suma más de 92 mil casos y más de 6 mil 310 muertes por Covid-19 y ve con reservas los repuntes de infección registrados durante la primera quincena de agosto. Debido a que la pandemia no muestra síntomas de remisión, las dudas duraron hasta el último momento.
¿Sólo nosotros y los cuatros testigos? ¿Nuestros hijos y testigos? ¿Únicamente la familia cercana? ¿Cuántos podemos invitar si la recepción es al aire libre? ¿Y si es en espacio cerrado? Fueron algunas de las inquietudes que llegaron a plantearse en los meses previos a la boda entre la enfermera y el propietario de la firma especializada en equipos tecnológicos de calefacción y ventilación, Climanova.
Hasta escuchar el último reporte epidemiológico de Rutte, fue cuando sacaron la calculadora y de entre todos los borradores definieron la lista definitiva de invitados, la cual se ajustó a los topes preestablecidos por las autoridades sanitarias y tomando en consideración las dimensiones de los establecimientos.
A la ceremonia civil en la que se escuchó el “¡Sí, acepto!” asistieron 60 invitados, mientras que a la cena fueron 48.
“Fue un verdadero rompecabezas, al final tuvimos que ser extremadamente selectivos”, dice a este diario Marga, quien portaba un vestido color salmón y quien inició el conteo de invitados a partir de los nueve hermanos y siete hijos que ambos suman.
Ante las limitantes quedaron fuera primos y sobrinos, tampoco hubo espacio para compañeros de trabajo ni vecinos. La lista de amigos quedó reducida a los imprescindibles, relata.
“Me apenó mucho no poder invitar al personal, clientes y proveedores, pero el no poder invitar a uno solo facilitó las cosas, no me vi en la dificultad de tener que elegir”, añade Harold.
“Prevaleció la comprensión y el entendimiento, vivimos tiempos muy peculiares. Al final, lo más valioso es que hemos podido casarnos y estamos juntos”.
Festividad blindada
Los preparativos para la boda resultaron en una blindada al Covid-19. No hubo margen para la improvisación, la gran mayoría de los asistentes eran personas en edad de riesgo al coronavirus.
Una de las hermanas, Petra, radica en Estados Unidos, así que pasó 14 días en cuarentena en Holanda para poder acudir a la fiesta. La ceremonia civil tuvo lugar en una antigua iglesia protestante de arquitectura gótica. Ahí, bajo una monumental torre y vidrieras ojivales, el espacio interior fue maximizado para garantizar la distancia reglamentaria de 1.5 metros entre parejas y familias.
Sacando la cinta métrica, aprovecharon hasta la tarima del altar para ubicar al mayor número de invitados posible.
A su llegada al templo, se solicitaba uno a uno pasar sus manos por el gel antibacterial. La maestra de ceremonias, en representación del ayuntamiento, concluyó el emotivo acto con un exhorto: “Al salir mantengan la distancia y no olviden que el abrazo de felicitaciones deberá esperar”. No todos resistieron, para algunos la emoción fue más fuerte que el miedo al Covid-19 y se lanzaron a los brazos de los recién casados.
Quiz suple a la conga
Preguntas, preguntas y más preguntas se hacían los invitados de camino al lugar en donde tendría lugar la celebración.
“¿Me podré parar de mi asiento? ¿Podremos bailar? ¿Y si quiero hablar con los de otra mesa? ¿Qué sí y qué no está permitido?”, se escuchaba decir entre todos los asistentes a su primera boda de la era Covid-19.
Por ser un evento organizado, la responsabilidad sanitaria recaía en la empresa contratada.
Al cargar en sus hombros el riesgo de una sustancial multa económica, que podría incluso llegar a la suspensión de la licencia, la firma fue muy precisa con los invitados, exponiéndoles sutilmente el nuevo código de etiqueta.
“Las reglas relacionadas al coronavirus son las siguientes: es obligatorio lavarse las manos a la llegada o al ir al baño, máximo dos personas juntas o una familia; guardar la distancia mínima de 1.5 metros en todo momento; el tapabocas no es obligatorio pero sí permitido; se les invita a permanecer sentados, sólo podrán desplazarse de ser necesario; deben proporcionar sus datos de contacto”, se leía en un aviso expuesto a la entrada.
“¡Lo siento! ¡Me apena mucho! ¡No es posible!”, contestaba una y otra vez la joven encargada de atender a los invitados y que se identificó con el nombre de Ilse. La presión aumentaba al paso de las horas por parte de algunos jóvenes adultos, quienes pedían subirle a la música, pues tenían ganas de bailar. La disciplina anti-covid fue inquebrantable.
No hubo grupo musical ni pudo armarse la polonaise, el tradicional baile en el que se forma una fila con las manos encima de los hombros de la persona de adelante. En su lugar, hubo mucha creatividad para crear una atmósfera de convivencia colectiva con los festejados.
Los espacios durante la cena fueron llenados con divertidos interrogatorios e ingeniosos acertijos que promovieron la interactividad entre los presentes a través del teléfono celular.
También hubo actuaciones que no requirieron el movimiento de las caderas para mantener el virus a raya.