Cuando Jens abrió los ojos, todo estaba oscuro. Ni un sonido ni un rayo de luz. Nada. Estaba inmovilizado, sólo cuatro centímetros separaban su nariz del concreto. No sabía cómo saldría de ahí, o peor aún, si saldría; sólo sabía que unos minutos atrás, él estaba sentado en su oficina, en Puerto Príncipe, cuando la tierra se sacudió fuertemente.
El 12 de enero de 2010, Jens Kristensen, danés de 48 años y experto humanitario de la ONU (senior humanitarian officer) para la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah, por sus siglas en inglés), salió de su apartamento, llegó a trabajar al edificio de ocho pisos y subió tres, y accedió a su oficina. Tuvo algunas reuniones y almorzó; sería el día más largo de su vida. El terremoto que sacudió la capital de Haití fue de magnitud 7.3, dejó más de 316 muertos y tuvo lugar a las 16:53 horas, mientras Kristensen se encontraba en su escritorio revisando papeles.
“Empecé a sentir un movimiento que no era normal. Sabía que tenía poco tiempo para decidir qué hacer. Pensaba a dónde podía correr o a dónde ir, pero ninguna opción parecía correcta”, relató a EL UNIVERSAL. Con pocos segundos, eligió replegarse debajo de su escritorio y aguardar a que el movimiento cesara; sin embargo, el edificio colapsó y cobró la vida de 36 funcionarios de la misión de Naciones Unidas.
Jens perdió la conciencia y cuando la recobró, estaba debajo de los escombros. “Sentía que estaba en un ataúd. No tenía claro si tenía alguna herida porque no sentía nada, sólo tenía claro que estaba atrapado”, recordó el experto de la ONU, quien se encontraba acostado sobre su espalda y sin posibilidad de mover sus piernas.
“¿Y ahora qué?”, se preguntó, al tiempo que se concentró en mantener la calma y esclarecer su situación. Sabía que si dejaba que el pánico y el temor se apoderaran de su cuerpo, no tendría oportunidad de sobrevivir. Catorce horas pasaron y, de pronto, una luz brilló cerca de él. Era su celular, pero descubrió que el teléfono no tenía recepción. “Al menos podré saber qué hora es”, se consoló. La distracción le duró dos días, hasta que la batería se agotó.
Los días pasaron, el funcionario dormía y despertaba para descubrir que seguía ahí, atrapado. “No sabía cuántos kilos de concreto había sobre mí, no sabía si era de día o de noche, había ocasiones en las que ni siquiera sabía si seguía vivo”, narró. Se concentraba en respirar y en sacarle el mejor provecho al escaso oxígeno del lugar. No había olor fétido, pero sí moscas que se metían por sus fosas nasales.
A ratos lograba escuchar el sonido de las máquinas que removían escombros y sabía que para cumplir su cometido, el silencio sería su mejor aliado, por lo que, cuando el ruido pausaba, usaba la energía que había ahorrado para hacer ruido. Sus alaridos no atravesaban el concreto.
Pese a la soledad, “escuché a dos personas, una a mi izquierda y otra a mi derecha, ambas intentaron comunicarse conmigo golpeando tres veces. Yo contesté. Por primera vez sentí que no estaba solo”. Lamentablemente, la compañía duró poco. Un día, simplemente dejaron de responder a su llamado.
Había sido capaz de controlar sus pensamientos y emociones, pero la idea de la muerte comenzaba a formar parte de sus monólogos internos. De acuerdo con él, las conversaciones con Dios también se volvieron frecuentes. “Si sobrevivo a esto, voy a disfrutar más la vida y a los míos. Seré más tolerante, pero, por favor, ayúdame”, suplicaba. Sus padres, sus amigos, las cosas que no había hecho, los lugares que le faltaba conocer, pensar en ello mantenía activo su cerebro y le devolvía las ganas de seguir luchando. “No se supone que deba morir aún. No tiene sentido que yo muera aquí, y así”.
Cinco días habían pasado y Jens seguía aprisionado. Las autoridades ya habían cedido a la búsqueda de sobrevivientes en ese lugar, por lo que el funcionario ya no escuchaba el bullicio de la gente buscando. No obstante, esa mañana, Jens, se despertó de sobresalto. “De pronto escuché cómo las máquinas se detuvieron abruptamente. Ahí supe que si no hacía todo para salir, ahora sí, iba a morir”, relató. Motivado, comenzó a moverse, a gritar. “Tengo que vivir, tengo que vivir”, pensaba.
Uno, dos, tres golpes. Alguien en el exterior había golpeado tres veces y el sonido había llegado a los oídos de Jens, quien de manera instantánea replicó dicha acción. Ahora cuatro. Cuatro golpes que el funcionario fue capaz de regresar. Quien estaba contactando a Jens desde afuera gritó, y Jens respondió. Lo habían encontrado. “Tuve mucha suerte. La persona que me salvó lo hizo porque la máquina se descompuso y mientras esperaba a que alguien llegara a repararla, se aproximó a los escombros a fumarse un cigarro. Fue ahí cuando me escuchó”, narró.
Después de 119 horas atrapado, el domingo 17 de enero, a las 15:30 hrs, Jens Kristensen fue rescatado. Para sorpresa de los médicos, e incluso suya, el danés no tenía ningún hueso roto, ningún daño interno. Sólo se encontraba algo deshidratado, algo adolorido de la espalda y con un rasguño en la mano. “Cuando salí, la luz me lastimaba y me sentía entumido y fatigado, pero vivo. Me di cuenta de que me había convertido en un símbolo de esperanza para todos los que formaban parte de la Misión de las Naciones Unidas”.
Pasó los siguientes dos días en el hospital para recuperar líquidos. Recuerda bien la sensación de ese primer sorbo de agua y el sabor de esa primera galleta que fue su primer alimento en cinco días. Después, comenzó a enviar correos a su familia para avisar que se encontraba a salvo. En cuanto los médicos lo dieron de alta, él regresó a trabajar.
“Mucha gente que ha estado a punto de morir y sobrevive, se va a subir el Himalaya o cosas así. Para mí, el crecimiento fue más mental. Me propuse pasar más tiempo con mis seres queridos, preocuparme menos por los problemas de a diario y simplemente vivir”, refirió.