En diversas oportunidades he dicho que, si la política es mi profesión, el arte es mi verdadera pasión. Dentro de esa maravillosa comarca de la belleza, la poesía ha ocupado en mi vida un sitio preponderante.
Rubén Darío fue mi Virgilio, mi baquiano en esta exploración de la belleza literaria. De su mano subí las gradas que me llevaron hacia la plenitud poética. Él fue mi iniciador, mi lazarillo a través de esa portentosa aventura lingüística que es la poesía. La música de las palabras, el sortilegio de las sonoridades, la hipnosis de las letanías.
Mi padre abrió esa amplia vía que a lomos de Darío me permitió el acceso al misterio sacro de la poesía. Él declamaba los más célebres poemas de Darío… Ahora mismo escucho su voz musical, ritmada, cadenciosa y un tanto melancólica. A mi padre debo el primer contacto con Rubén Darío. Esa es una razón más para venerar su memoria por el resto de mis días.
Desde muy joven me familiaricé con la biografía que el distinguido intelectual y pedagogo nicaragüense Edelberto Torres (1898-1994) elaboró en torno a la cimera figura de Darío. También él hizo las veces de iniciador en el culto dariano, y por ello le guardo profunda gratitud. (Es importante no confundirlo con su hijo, Edelberto Torres Rivas, eminente sociólogo guatemalteco).
El libro lleva por título La dramática vida de Rubén Darío. Jamás mejor dicho: Darío fue uno de los poetas malditos por excelencia en la historia de la literatura, al lado de Poe, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Valle-Inclán, García Lorca y Miguel Hernández.
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Fue uno de esos “albatros” que reinaban soberanos entre las nubes y el infinito cielo de los mares, pero que al caminar sobre la tierra se ven torpes, inadaptados, arrastrando sus enormes alas hechas para las alturas, como remos de un buque abandonado.
Ese era el espacio vital de Darío: el firmamento. Resulta indeciblemente trágico que, en lo que constituye una de las más crueles ironías de la historia literaria, haya también conocido los caños, las sórdidas tabernas, los siniestros arrabales donde el alcohol corría pródigo como un río de aguas fangosas.
Darío conoció tanto el éxtasis como la agonía, el aire enrarecido de las cimas como el abrasador clima de la miseria y la degradación. Edelberto Torres elige ciertamente el mejor adjetivo para describir su vida: “dramática”.
Cuando ingresé a la Universidad de Costa Rica tomé un curso en Ciencias y Letras con el ilustre intelectual y diplomático costarricense don Enrique Macaya Lahmann: lo veo y oigo recitando los versos de Darío y todavía me estremezco.
Era un gran profesor. Años después, cuando cursaba el tercer año de Derecho (en Costa Rica), quise dar una conferencia sobre el poeta en nuestra facultad. Recuerdo que mis compañeros de clase, (los costarricenses) Sonia Picado y Álvaro Lara, me manifestaron: “Estamos en una facultad de derecho. A nadie le interesa aprender sobre Rubén Darío”. Al final, impartí mi conferencia con el auditorio de la facultad repleto de estudiantes y profesores.
La poesía de Darío me ha acompañado toda mi vida. Sus versos han caminado conmigo haciendo mi vida más plena y más llevadera. Incontables veces he citado la “Letanía de nuestro señor don Quijote”, donde el bardo armoniza el tono de una plegaria con el angustioso ritmo de una rogatoria desesperada y llena de pesimismo.
El poema pertenece al libro Cantos de vida y esperanza, que —nueva ironía— contiene algunos de los versos más sombríos y desesperanzados que jamás salieran de su bendecida pluma. En mi juventud, memoricé la “Sonatina”, la “Marcha triunfal” y “Lo fatal”, que desnuda una visión de la vida absolutamente opresiva: la sensibilidad sería la peor de las maldiciones para los seres humanos, ello a un punto que nos haría envidiar la rígida y fría inconsciencia de las piedras.
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“Indio divino, domesticador de las palabras” —llamaba Ortega y Gasset a Rubén Darío—. Es un gran elogio viniendo de un filósofo que se distinguió por la elegancia, la exquisita precisión de su prosa.
“Más un coleccionista de metáforas que un verdadero filósofo” —rumoreaban los espíritus mezquinos a espaldas de este gran pensador—. Lo curioso es que tanto en Darío como en Ortega y Gasset encontramos el mismo fenómeno de hibridez: son tan poetas como filósofos, tan filósofos como poetas.
Lo mismo podemos decir de Machado, Unamuno, León Felipe y Paul Valéry: todos ellos representan ese punto de equilibrio perfecto, de recíproca fecundación en que la poesía —el decir bello— y la filosofía —el decir verdadero— confluyen y se dan la mano. ¿No deja “lo fatal” un espeluznante testimonio de una filosofía de vida, de una concepción del mundo, del ser humano y su lugar en el cosmos?
Ya lo creo que sí: “Lo fatal” contiene toda una Weltanschauung, esto es, una cosmovisión implícita.
Rubén Darío me ha confortado en tiempos de duda e incertidumbre y me ha dado esperanza en tiempos de desaliento y amor en todos los tiempos de mi vida. Cuando pienso en él mi corazón se abre en un estallido de gratitud: lo único que quisiera sería poder darle las gracias personalmente ya que siempre fue el aliado de mis luchas y mis sueños.
Es con absoluta exactitud que puedo hoy decir: mi vida sin Rubén Darío habría sido radicalmente diferente. Una existencia mucho más árida e inhóspita. Sé que los teóricos de la literatura lo han declarado bandera oficial del modernismo, pero estas consideraciones tienen poca importancia para mí.
En el mundo del arte nada ni nadie surge súbitamente de una campana de vacío. A Darío lo engendraron Poe, Baudelaire, Verlaine, Espronceda, Zorrilla, Núñez de Arce, Campoamor y Bécquer. Darío inventó todo un siglo de poesía. Después de él, todo aquel que osó aventurarse por los andurriales de la lírica debió pagar peaje y rendir más o menos manifiesto tributo a este genial trovador.
Su vínculo con Costa Rica fue entrañable. Como bien sabemos, su primera esposa, Rafaela Contreras Cañas (quien firmaba sus cuentos con el seudónimo Stella), era costarricense. Esta talentosísima y fascinante mujer vino apenas a saludar la vida, y tan pronto hizo eclosión hacia la luz, la muerte la segó a los 23 años. Costa Rica le debe todavía un serio ensayo biográfico, la edición crítica de su obra breve pero significativa, y la atención académica especializada que sin duda merece.
Rubén Darío, peregrino de mil caminos, probó suerte en Costa Rica y dejó en nuestro país una huella honda, indeleble. Tanto genio tuvo este hombre singular que incluso supo fabricarse el más bello nombre literario: Rubén Darío. ¡Todo un poema! Un hermoso nombre es una mera casualidad, pero un bello seudónimo es prueba de infinito talento, como es el caso de Pablo Neruda, Stendhal, Gabriela Mistral, Jorge Debravo, Ana Istarú, nombres llenos de magia.
Rubén Darío es la palabra profética, el verbo visionario, el descubridor de un continente entero de belleza que el mundo no había jamás soñado.
¿Y quiénes fueron sus musas, sus héroes literarios? El poeta nos los señala en su prólogo a Prosas profanas: “El abuelo español de barba blanca me señala una serie de retratos ilustres: ‘Éste, me dice, es el gran don Miguel de Cervantes Saavedra, genio y manco; éste es Lope de Vega, éste Garcilaso, éste Quintana’. Yo le pregunto por el noble Gracián, por Teresa la Santa, por el bravo Góngora y el más fuerte de todos, don Francisco de Quevedo y Villegas.
Después exclamó: “¡Shakespeare! ¡Dante! ¡Hugo! (y, en mi interior, ¡Verlaine!)”.
* El autor fue presidente de Costa Rica de 1986 a 1990 y de 2006 a 2010 y ganó el Premio Nobel de la Paz 1987 por su labor para pacificar a Centroamérica
@Óscar Arias
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