En el Vaticano estaban dormidos cuando en las redes sociales la noticia corrió como la pólvora: había muerto Benedicto XVI.

Claro que en realidad no estaba muerto, ni se había ido de parranda. El “rey de las fake news”, el “periodista” Tommasso Debenedetti creó una cuenta aparentando ser Georg Batzing, el presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, y tuiteó en tres idiomas que el Papa emérito había fallecido. Sin más contexto, sin más verificación.

Pero en la era de las redes sociales, de la inmediatez, de la globalización, no muchos se detuvieron a analizar los puntos flacos del tuit y de la cuenta. La reciente creación, los likes, vaya, que le hubieran ganado la información nada menos que al Vaticano. Incluso algunas parroquias dieron por cierta la muerte y enviaron el pésame, por aquello de no ser los últimos.

Es el más reciente ejemplo del poder de las redes sociales o, mejor dicho, de quienes postean en ellas. Sobre todo si sin políticos, influencers o figuras con cualquier tipo de reconocimiento. Apenas a fines de 2020 y principios de 2021, Donald Trump, el presidente del país más poderoso del mundo, usaba Twitter a modo para difundir mentiras que crearon una bola de nieve que terminó en uno de los capítulos más vergonzosos en la historia de Estados Unidos: el asalto al Capitolio.

Sin embargo, no hace falta ser presidente para ser peligroso. Es a través de las redes sociales que extremistas difunden su veneno, como la infame teoría del reemplazo que ha servido de justificación para masacres en diversos países y según la cual hay que acabar con la comunidad afro, o judía, o hispana… con cualquiera que “amenace” la sobrevivencia de los blancos. El Ku Klux Klan de los tiempos modernos. También ha sido a través de las redes sociales que personajes misteriosos crean “juegos” que han terminado en la muerte de adolescentes, sin que alguien pueda ser demandado porque las redes dan ese poder adicional, el del anonimato.

Conforme han ido creciendo y extendiéndose, también ha crecido el reclamo de una regulación que permita que haya rendición de cuentas, que haya más vigilantes. Pero, ¿quién vigila al vigilante que se supone también es uno de los roles de las redes?

Cierto, Twitter, Facebook, Instagram, entre otras, han servido como medios de denuncia, de crítica social, de termómetro de la opinión ciudadana. Pero el caso Benedicto XVI es un ejemplo del peligro que también representan. Ocurrió también en la pandemia, cuando toda una serie de teorías sin base científica circularon en redes y aún son creídas por millones.

La peor parte es cuando los líderes políticos, sociales, los medios, los influencers, todos aquellos que tienen el poder, la capacidad y la obligación de la reflexión (o deberían) utilizan las redes para mentir, para difundir una mentira, para hacerla más grande, para darle un giro… El mundo requiere más análisis, más capacidad de dudar, y de verificar.

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