San José

Sin importar que viven uno de otro a miles de kilómetros de distancia, la afrocolombiana Francia Márquez, el maya guatemalteco Amílcar Pop, la mapuche chilena Mónica Pilquil Lizama y la miskita nicaragüense Lottie Cunningham sufren a diario la discriminación racial.

Aunque ellos no se conocen, comparten un conflicto de siglos por su origen y sin importar edad ni sexo: son víctimas de ese problema, que nunca cesa y se ahonda en América Latina y El Caribe.

La violenta crisis que se propagó en la Unión Americana luego de que, el pasado 25 de mayo, en Minneapolis, Minnesota, el afroestadounidense George Floyd fue asesinado por policías, reabrió heridas raciales en la región.

Pisoteo

“Nos insultan y nos pisotean”, expresa Márquez, de 38 años, sobre el racismo en Colombia. Con 48.2 millones de habitantes, esa nación se conforma por mestizos (49%), blancos (37%), negros (10.6%) y de indígenas y otras minorías (3.4%).

“Es un Estado racial que impide que el pueblo negro viva con dignidad. Se ha avanzado en reconocimiento formal de nuestros derechos, pero no en la práctica. La población negra e indígena vive con los niveles de necesidad básicas más insatisfechas de todo el país.

“Vivimos las situaciones más bárbaras del racismo estructural desde el Estado. Nuestra gente se destierra y desplaza; los jóvenes, sin la esperanza ni siquiera de pisar las puertas de una universidad y no tenemos acceso a la salud”, cuenta a EL UNIVERSAL.

Agresiones por sandalias

Amílcar Pop, de 42 años, repasa las humillaciones que sufrió al llegar a la capital guatemalteca a estudiar y laborar: “El desprecio que viví por mis sandalias siendo trabajador de tribunales del organismo judicial fue muy fuerte y cotidiano hasta que dejé de usarlas”.

Con más de 39% de indígenas mayas y xincas; 41% de mestizos; 1% de negros y 0.2% de asiáticos, 18% de blancos acapara poder político y económico en Guatemala, con 17.2 millones de habitantes.

“En cualquier escenario, los indígenas sufrimos descalificación e inferioridad”, describe el hombre, quien logró ser diputado y ahora es delegado de su país ante el Parlamento Centroamericano.

“Como político, en el organismo Legislativo padecí el desprecio a mi indumentaria, mi sombrero, fue muy fuerte y lo sigo viviendo. Siempre fui indio hijo de tantas en las redes sociales”, lamenta.

Tampoco olvida que “casi no me gradúo como abogado, porque perdí una fase del examen final a un punto de ganarlo, sólo porque mi profesora, a propósito, me preguntaba sobre derechos indígenas para hacerme perder; si las mujeres que torteaban maíz debían pagar impuestos”, recuerda.

Sacudida

Con unos cinco años, Mónica Pilquil se percató de un drástico cambio cuando, en la década de 1950 en un barrio de la capital chilena y en un lío con unos vecinos que tildaron a sus familias de “indios”, “me dio vuelta mi pequeño mundo siendo todavía niña”.

“Pregunté qué era ser indio. Mi madre, Lucinda, me respondió: ‘Esa gente no nos quiere, porque somos mapuches, pero no somos indios. ¡No venimos de la India!’. Empecé a pensar que éramos distintos a los demás”, detalla a este periódico.

“Los vecinos decían que mi familia era distinta. Yo pensaba que tenía derecho a seguir jugando con los hijos de los vecinos, y siempre estaba pensando qué era ser indio y no veía diferencia”, recalca.

Ya con 66 años, rememora que cuando tenía seis entró a la primaria y se topó con dos profesoras racistas. “Me pegaban siempre en las manos, me decían que yo era tonta, que nunca aprendía. Nunca respondí a sus agresiones ni conté en mi casa lo que vivía en el colegio.

“Me miraba al espejo, me veía más crecidita y no me sentía tan distinta a las maestras; al contrario, comenzó a crecer mi orgullo”, subraya la mujer.

Con esa honra, ahora aduce que sus congojas de niña expusieron un racismo sistemático contra los mapuches como “los enemigos”, en una nación que, con unos 17.5 millones de habitantes en su mayoría blancos y mestizos, tiene cerca de un millón de 750 mil de ese sector entre una comunidad de más de 2 millones 100 mil indígenas.

Superioridad

Al alegar que el racismo en Nicaragua “es diario”, Cunningham, de 60 años, expone a este medio que es una ideología institucionalizada con la que el Estado “da poderes a determinados grupos por considerarles que son una cultura superior. Es la forma jerárquica que la colonización externa dejó y la interna continuó”.

En un país con 6.5 millones de habitantes y unos 147 mil miskitos como etnia mayoritaria de un aproximado a 542 mil indígenas y afrodescendientes, “el racismo es cultural.

“La más dominante es estructural, de lo social a lo político, y niega la garantía al desarrollo sostenible y los derechos humanos fundamentales a los miskitos, como la autonomía en nuestros territorios, que se nos han despojado”, dice.

Y acusa: “Hay un prejuicio por la conciencia de color”.

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