En los últimos dos años El Salvador ha llamado la atención de la opinión pública internacional por el giro de 180 grados que Nayib Bukele le dio a su vida interna. Hasta antes de la pandemia las noticias que llegaban del país centroamericano eran desoladoras. Por momentos se insinuó su inviabilidad a cuenta de la gobernanza criminal que rebasaba al propio Estado y que mantenía petrificada a la sociedad, excepto quienes forman parte de la diáspora en el exterior. El control de las pandillas sobre el territorio salvadoreño, hasta 2021, se sumaba a la lista de factores adversos que convirtieron a dicha nación en una exportadora de migrantes hacia Norteamérica.

El ambiente que imperaba en el país vecino era lo que en sociología suele denominarse anomía: cuando la existencia autoridades, leyes y normas sociales sirven de poco o nada para mediar la relación entre individuos y evitar tendencias hacia la disgregación y el caos. Poniendo los números sobre la balanza, las casi dos décadas y media que duró el poderío pandilleril dejó más homicidios y desapariciones que la guerra civil entre 1980 y 1992. Aunque no hay datos exactos, se calculan en más de cien mil las muertes violentas relacionadas con este fenómeno. Proporcionalmente hablando, fue algo más devastador que la conflagración interna entre el ejército y la guerrilla. A diferencia de aquel docenio de plomo, las maras atentaban directamente contra la población civil con extorsiones, reclutamientos forzados, ultrajes y despojos de todo tipo. La vida económica había sido distorsionada y la convivencia social fracturada, pues las pandillas tenían secuestrados los espacios públicos y, no conformes con ello, se daban el lujo de cobrar rentas por cualquier actividad o incluso por el libre tránsito de un municipio a otro.

La situación salvadoreña debería advertirse como un buen ejemplo de lo que pasa cuando una democracia termina fagocitándose por su coexistencia con la corrupción, la delincuencia organizada y la violencia sin límites; bajo tales circunstancias, las elecciones corren en paralelo a las alianzas tácitas o subrepticias entre delincuentes y políticos. El aumento de este azote por todo América Latina ha generado una mezcla de miedo e indignación social que, tarde o temprano, llevándola al límite, obligará a que la ciudadanía aplauda medidas de excepción, incluyendo la aprensión de dirigentes partidistas. Es innegable que El Salvador ha conseguido niveles de seguridad envidiables que, sin embargo, entrañan decisiones polémicas que acotan garantías. El debate es válido pero se pierde de vista que los salvadoreños literalmente vivían bajo la dictadura criminal de las maras, las cuales no sólo parasitaban la riqueza socialmente producida sino también desinhibían la construcción de una gobernabilidad democrática.

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