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Silvia lo conoció cuando él tenía 19 y ella 14. Vivían en Aristóbulo del Valle, Misiones, y fueron novios por unos meses, suficientes para que ella tocara el cielo con las manos.
Para la joven, la vida le sonreía y los paisajes parecían más bellos; estaba enamorada y su corazón latía con fuerza cuando él la tomaba de la mano en sus paseos de fin de semana a la luz del cielo estrellado. Kike, su enamorado, a veces la alzaba con sus brazos fuertes y le daba vueltas en el aire y ella era feliz: “Recuerdo los domingos en la iglesia, con él a mi lado, le pedía a Dios que Kike siempre estuviera conmigo”, rememora.
Pero Kike la dejó sin ninguna explicación, dejando a Silvia con su corazón roto. Los tiempos que siguieron fueron un pequeño gran infierno, en los que lo veía noviar con un gran número de mujeres, lo que la condujo a un sufrimiento tan agudo, que preocupó a su entorno: “Mis tíos me llevaron a vivir con ellos a otra ciudad, Leandro N. Alem, para que me pudiera olvidar de él”.
Esperarlo todos los domingos en un banco
Dos años pasaron en los que Silvia no dejó de pensar ni un día en él, a pesar de que las esperanzas de un reencuentro parecían lejanas. Sin embargo, en un día imborrable para su memoria, Kike apareció en su nueva residencia: había descubierto dónde vivía y la había ido a buscar.
Sentados en un banco de plaza hablaron por horas. Él le contó acerca de calumnias que le habían dicho de ella y había creído, lo que lo había motivado a dejarla. Le dio cientos de besos y le prometió volver a buscarla el próximo domingo, para luego hablar con sus padres y casarse con ella. Pero Kike nunca volvió. Aun así, Silvia lo esperaba todos los domingos en aquel banco de plaza y siempre le preguntaba por él a una vecina que viajaba periódicamente al otro pueblo. “Se quebró la pierna en el aserradero, tiene para ocho meses”, le dijo cierta vez. “Ah, por eso no puede venir...”, pensaba ella.
“Esperé que pasen los ocho meses, pero tampoco vino. Mamá me dijo que dejé de esperar, que no le fuese fiel, que él no volvería. Igual lo seguí esperando”, confiesa Silvia.
Una noticia impactante y la sinceridad antes de la boda
En un día gris para su memoria, su informante le comunicó que se había casado. “Se olvidó de mí”, concluyó Silvia, pero, fiel a su corazón puro, le pidió a Dios que lo bendiga y le permita tener una vida muy feliz.
“Conservé nuestra única fotografía juntos como un tesoro, la miraba siempre, la pegué en mi álbum familiar, recordaba mucho nuestro noviazgo, sus ojos, su voz, su risa, sus fuertes brazos y sus manos rústicas y callosas por el trabajo que realizaba”, cuenta conmovida. “En el silencio de la noche y en los amaneceres, lo recordaba, lo amaba, lo esperaba, lo imaginaba. Fantaseaba mucho con la idea de encontrarme con él”.
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Los años pasaron, Silvia se casó con un buen hombre que eligió como padre de sus tres hijos. Con él fue honesto desde el primer momento, antes de concretar la boda: “Si me vuelvo a encontrar con Kike no sé qué va a pasar”. Sus hijos veían su foto en el álbum familiar, les contaba quién era, ya que formaba parte de su historia. Pero, a pesar de conservarlo en su corazón, jamás volvió a preguntar por él: “Solo le pedía a Dios que lo cuide y que sea feliz”.
Un muñeco nórdico y una premonición
El 2020 se asomó esperanzador, como todo año nuevo, sin imaginar que en el horizonte se dibujaba una fuerte tormenta. La pandemia sacudió las emociones de Silvia de tal modo, que una mañana se halló pidiéndole al cielo no morir sin ver a Kike tan solo una vez más. Aquellos tiempos también profundizaron su débil relación matrimonial y decidió separarse.
“Entonces, una amiga me regaló un duende nórdico y me dijo: `Dice la leyenda que tenés que ponerle un nombre y hablar con él, si no te extravía las cosas´”, cuenta Silvia con una sonrisa.
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Lo colocó entre unas flores, lo llamó Kike y desde entonces cada día habló con él. ¿Habrá sido una premonición?, Silvia no podría asegurarlo, aunque así lo quiere creer. Al año siguiente, 2021, viajó al pueblo de su infancia al cumpleaños de un amigo. Allí, en aquel reencuentro, estaba él, lo reconoció enseguida.
“Todas mis emociones guardadas y reprimidas durante cuarenta años afloraron, mi alma volvió a vibrar, mi corazón a latir aceleradamente, me emocioné mucho. Charlamos, estuvimos muy cerca, él me tomó de la mano, nos sacamos una fotografía juntos, y yo, mirando al cielo estrellado, agradecí a Dios porque me daba mucho más de lo que le había pedido. Ya podía morir tranquila, ya lo había visto, él estaba bien, sin pareja y era feliz, según me dijo. Ya no le pedí más nada a Dios. Sentí que ya mi vida estaba completa”.
Volver al pueblo del que había escapado
Para Silvia, verlo había sido el mejor regalo, pero mucho más la esperaba: para su sorpresa, Kike la llamó al día siguiente. Aunque más sorprendente aún fue el llamado de una de sus hijas, otro día más tarde: “Me llamó porque él le contó nuestra historia y cómo nos reencontramos en ese cumpleaños y todas las emociones que él sintió. Era el día de la mujer y ella me saludó por eso y dijo que estaba muy contenta por su papá, que se había reencontrado con su amor adolescente”.
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A la distancia, mantuvieron contacto telefónico y, en un comienzo Silvia lloró mucho, aunque también rio mucho. Lloró los sentimientos reprimidos, el tiempo perdido, la vida que no compartieron; rio con sus mensajes y dichos, con la magia de comprender que nunca es tarde.
“Volví a ser feliz gracias a él. Después fui a visitarlo, hablamos, aclaramos muchas cosas, seguí viéndolo los fines de semana y los feriados. Tomé una licencia de diez días en el mes de junio y los pase con él, fueron días maravillosos, conocí a sus hijos y nietos, y nuevamente en julio pasamos dos hermosas semanas juntos, donde fue aún más difícil despedirse”.
Desde agosto, Silvia y Kike viven juntos en el pueblo de la infancia del que ella había escapado para olvidar, aunque nunca lo logró. Hoy sabe que lo ama como nunca amó a nadie y que jamás quiere irse de su lado.
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