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Washington. “Los estadounidenses se están preguntando: ¿Por qué nos odian?”. Nueve días después de 11-S, el peor atentado terrorista sobre suelo de Estados Unidos y en general del mundo occidental de la historia reciente, George W. Bush, por entonces presidente de los Estados Unidos , expresaba ante el Congreso el gran debate interno de todos los ciudadanos del país.
Estados Unidos no ha encontrado todavía una respuesta precisa a la pregunta. Para Ben Rhodes , asesor en seguridad de Barack Obama, los atentados respondían a un odio a la política exterior estadounidense . Quizá, como escribió Susan Sontag en la revista The New Yorker con las sensaciones todavía a flor de piel, los ataques fueron una “monstruosa dosis de realidad”, una frase que años después se arrepentiría haber escrito y consideraría “defectuosa” por la falta de empatía a las víctimas del horror, pero que sutilmente dejaba entrever que EU había decidido vivir en un mundo paralelo en el que se creía invencible, inviolable, inalcanzable, portador de la verdad más absoluta.
Un estandarte que decidió llevar adelante con una unidad increíble, en la primera gran transformación que se vivió en el país: pasó de ser un territorio roto, todavía viviendo las secuelas de la polémica elección del 2000 y el recuento dramático en Florida, a una sociedad que le daba al presidente Bush una popularidad del 90% y unos poderes inauditos emanados del Congreso.
El momento histórico que significó el 11-S no tiene discusión. Según una encuesta de la universidad de Suffolk, 60% de los estadounidenses cree que el 11-S cambió la vida en EU por siempre. Según datos del Pew Research Center, 90% de los mayores de 30 años recuerda precisamente dónde estaban el día de los atentados, o qué estaban haciendo cuando se enteraron de la tragedia.
Ese día todo cambió. En los primeros compases la cultura se hizo épica, con odas constantes a los “héroes”, al patriotismo más desenfrenado, a la necesidad de venganza. En las calles, el odio al extranjero, la racialización de musulmanes y todo aquel que lo pareciera empezó una oleada de violencia y desconfianza: los crímenes de odio empezaron los días posteriores al atentado, con varios episodios de tiroteos a comercios regentados por musulmanes, sikhs e hindúes.
En el ideario estadounidense crecía el concepto de que, desde entonces, el enemigo era el musulmán . No ayudó a modificar ese comportamiento el mensaje ambiguo de los políticos y líderes de opinión, que mientras decían que el “Islam es una religión de paz”, alzaban el hacha de guerra contra países árabes.
La sociedad se impregnó de ello. Películas y series se alimentaron de esa tendencia, y convirtieron a personajes de rasgos propios de países árabes en los villanos, en los papeles con historial más turbio , en la némesis del héroe. Uno de los mayores ejemplos, que aparecería diez años después de los atentados, fue “Homeland” (2011-2020), un producto que no se entiende sin el conocimiento de todos los sucesos post 11-S.
Con el paso del tiempo, algunas rutinas se hicieron propias de los nuevos tiempos, como los constantes controles de seguridad , las nuevas normativas y protocolos. Sin embargo, seguían sin encontrar respuesta al por qué del ataque: cómo podía ser que alguien que había salido tan triunfador del siglo XX, victorioso de guerras mundiales , reconstructor de una Europa en ruinas, ganador de la Guerra Fría y de la descomposición del comunismo , adalid de la democracia y los valores occidentales y máximo exponente del nuevo orden mundial, había sido derrumbado con cuatro aviones y un plan de menos de medio millón de dólares.
La incapacidad de victoria en Afganistán y las mentiras que llevaron a Irak , una segunda humillación unida a los propios ataques, fueron el preludio de todos los exámenes de consciencia que viviría el país. ¿Hasta qué punto iban a aceptar las torturas institucionalizadas , la falta de debido proceso en Guantánamo, la islamofobia galopante? El movimiento contra la guerra crecía, y la sensación de que la respuesta a los atentados era un fracaso sin opción de reválida se asentaba.
Los inquilinos de la Casa Blanca se veían obligados a cambiar el rumbo, a la retórica de que el papel de Estados Unidos ya no era ser “el policía del mundo”, que su fuerza militar tenía que servir para la protección de la madre patria, enarbolando un discurso patriótico que, en el fondo, no escondía tampoco el temor a un nuevo fracaso.
Y mientras, por el burladero sin que nadie le prestara la atención, cuando todos los ojos estaban en Medio Oriente , Estados Unidos no se percataba que su papel de superpotencia quedaba en entredicho y perdía a pasos agigantados su protagonismo: China , aprovechando el vacío y el error no forzado estadounidense, ganaba terreno y pedía lugar en la mesa del juego geopolítico.
Todo ese cóctel de sensación de derrota constante y pérdida de aura, culpabilización y miedo al extranjero fueron, para muchos expertos, el caldo de cultivo de otro de los episodios históricos de los últimos tiempos: el triunfo del populista magnate inmobiliario Donald Trump .
En su último libro, “ Reign of Terror”, el periodista Spencer Ackerman liga directamente la respuesta al 11-S con el auge de Donald Trump, una figura que explota las heridas patrióticas para una victoria presidencial inesperada para muchos, pero consecuente con parte del impacto latente de esos atentados que conmocionaron al mundo y trastocaron a los Estados Unidos.
Un país que, veinte años después y como demuestra toda la reacción al drama generado por la salida caótica de Afganistán y el fin de su guerra más larga, todavía no se ha sacudido una percepción de peligro constante, de objetivo permanente de aquellos que quieren hacerles vivir otra humillación, hurgar en la herida todavía abierta de la caída del pedestal intocable en el que creían estar.
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