San José. – La temible presencia de las maras (MS—13) y 18 o Barrio 18 (M—18), que en sus entrañas hierven en sangre, odio y violencia, tiñe de rojo a diario las calles del norte de Centroamérica.

En un desenfrenado rito de degeneración y sin que mediaran razones comprobadas para lanzar un ataque, una despiadada “clica” o núcleo de mareros—Guanacos Locos Criminales—quedó insatisfecha tras atrapar, secuestrar y asesinar a puñaladas a un salvadoreño de 25 años y, en un acto macabro y con unas ansias insaciables de sangre y de tortura, le sacó el corazón para que varios mareros jugaran y se lo comieran.

En una sanguinolenta ceremonia de depravación, una implacable banda de mareros—Pinos Locos Salvatruchos—incursionó con sorpresa a una humilde vivienda a cumplir un salvaje mandato de perversión e incontrolable brutalidad y, a machetazos, asesinó a una salvadoreña de 58 años y decidió descuartizarla, desprenderle brazos y piernas y decapitarla.

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Ambos hechos registrados en 2016—el de la mujer ocurrió el 17 de enero y el del hombre sucedió el 23—fueron ejecutados en el oriente salvadoreño en cuestión de siete días y dibujaron la sombría escena generalizada de violencia de las maras en El Salvador, Guatemala y Honduras, que integran el Triángulo Norte de Centroamérica.

La protagonista de los dos asesinatos fue la MS—13, una de las dos más peligrosas pandillas regionales que mantiene una mortal batalla en contra de la M—18. Las dos registran mortales enfrentamientos diarios con las fuerzas policiales y militares de los tres países.

Desde un centro penal de San Pedro Sula, un jefe pandillero ordenó los homicidios de dos fiscales hondureñas que condujeron un proceso judicial contra un grupo de mareros que, a balazos, irrumpió en 2010 en una zapatería y asesinó a 17 personas. El ataque contra las dos mujeres ocurrió en 2014 en un acto simultáneo ejecutado en una calle de esa ciudad del norte de Honduras y fue atribuido a la M—18.

Las dantescas secuencias son solo un detalle de los métodos de operación de las dos maras, con redes en Estados Unidos, México y Europa.

“Las maras son un instrumento y un entorno de terror”, advirtió la comunicadora social guatemalteca Iduvina Hernández, directora ejecutiva de la (no estatal) Asociación para el Estudio y Promoción de la Seguridad en Democracia, de Guatemala.

En el conflicto bélico de Guatemala, de 1960 a 1996, entre las guerrillas izquierdistas y el aparato castrense, político y económico derechista, “el terror funcionó como herramienta contrainsurgente utilizado siempre por las estructuras militares para generar control social”, explicó Hernández a EL UNIVERSAL.

“El solo término maras infunde terror, por sus acciones, porque matan a mansalva, en motocicleta o a pie. Funcionan como ‘banderas’ o vigilantes sobre los espacios de control o despliegue territorial del narcotráfico”, relató.

Pero el terror se varía… según la clase social.

“El impacto” de las maras en el Triángulo es distinto “por las marcadas y muy profundas desigualdades sociales imperantes” y por la “existencia de minorías privilegiadas y mayorías menospreciadas”, adujo el abogado y politólogo salvadoreño Benjamín Cuéllar, dirigente de Víctimas Demandantes (VIDAS), grupo (no estatal) de El Salvador de defensa de derechos humanos.

A las privilegiadas las perjudican “en nada, aunque probablemente se vean afectadas en sus ingresos exorbitantes al ser extorsionadas sus empresas (por las maras) al momento de repartir productos en zonas de alto riesgo”, dijo Cuéllar a este diario.

Pero a las menospreciadas el asedio de esos grupos “conlleva el pago periódico y oneroso de la llamada ‘renta’, el cierre de sus pequeños negocios, desarticulación familiar, pérdida de sus modestos empleos, desplazamiento forzado para salvar sus vidas, asesinatos y desaparición forzada de sus miembros”, añadió.

“Dicho accionar criminal provoca angustia, temores, desesperanza y más”, narró.

Así, centenares de guatemaltecos, salvadoreños y hondureños huyen a diario de sus países de origen de las amenazas de muerte de las maras y de la inseguridad generalizada y migran por vías irregulares a Estados Unidos, donde se establecen como residentes ilegales. Pero otros nunca tuvieron la suerte de eludir la muerte.

Uno de ellos fue un joven hondureño, futbolista y de 18 años.

En un incidente en un bar en Honduras, un alterado marero le advirtió al deportista novato: “¡Vos me caés mal!”.

Desafiante, el joven jugador le respondió: “¿Y qué fue, pues?”.

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El pandillero reaccionó visiblemente molesto por un comentario que escuchó del imberbe deportista. Aunque el futbolista fue oído por el marero cuando denigró a la MS—13, el incidente pareció acabar con ese diálogo telegrafiado.

Pero la mortal venganza llegó de sorpresa. En otra muestra de la incontrolable criminalidad que azota a Honduras a cada segundo, el marero enfadado y al menos otros seis desenfrenados pandilleros le propinaron una andanada de puntapiés al jugador y acabaron con su vida aquel aciago día de 2016 en una callejuela hondureña.

Los tres casos entraron apenas como uno más de asesinatos similares que exhibieron la barbarie de las maras que estremece al norte de Centroamérica.

Sin que exista un número preciso, los cálculos de distintas agencias policiales aseguraron que hay más de 100 mil mareros en El Salvador, Guatemala y Honduras. Con unos 60 mil en El Salvador de ambas pandillas, con sus familias forman una población de más de 400 mil personas que son una fuerza electoral nada despreciable en la política salvadoreña.

La crisis sufrió este año un súbito agravamiento. Tras un acelerado incremento de los homicidios en El Salvador , el presidente salvadoreño, Nayib Bukele, atribuyó ese fenómeno a las maras e impuso el 27 de marzo anterior el estado de excepción por 30 días, pero ya lo prolongó, está vigente y fue severamente cuestionado por la oleada de arrestos arbitrarios.

Cada vez que observan a las patrullas militares y policiales que, fuertemente armadas, atemorizantes y retadoras, recorren las calles salvadoreñas para perseguir y aniquilar a las maras o pandillas al amparo del estado de emergencia, el pánico se apodera de mujeres y hombres en El Salvador.

“Las maras y pandillas se han convertido en grupos criminales que se asientan en comunidades marginales con débil tejido social y necesidades básicas insatisfechas (en) vivienda, educación, salud y acceso a empleo entre otros”, adujo la pedagoga y máster de género hondureña Migdonia Ayestas, directora del Observatorio de la Violencia de la (estatal) Universidad Nacional Autónoma de Honduras,

Las maras “se valen de las precariedades (de esos sitios) para generar pánico y terror en la población. Este miedo que les paraliza, lo aprovechan para controlar el territorio y desarrollar actividades ilícitas como la extorsión, venta y consumo de drogas”, indicó Ayestas a este periódico.

“Las familias quedan atrapadas entre el fuego cruzado que provocan las peleas por la disputa del territorio y no les queda más ver como acosan a niñas y mujeres, reclutan y obligan a niñez y juventud a participar en actividades delictivas y acatar las reglas que imponen. De lo contrario deben salir de sus comunidades y dejar todas sus pertenencias”, narró.

“Para muchas familias la única esperanza es migrar: de lo contrario corren el riesgo de perder la vida”, destacó.

Al desnudo

La MS—13 y su enemiga, la M—18, tuvieron su raíz en el decenio de 1980 en las calles de California entre centenares de miles de salvadoreños, hondureños y guatemaltecos que emigraron a esa zona para huir de las guerras en Centroamérica y establecieron mecanismos para defenderse de pandillas de blancos, negros, asiáticos y otras etnias y redes.

Los primeros mareros viajaron entre 1990 y 1993 de EU a Honduras, Guatemala y El Salvador en masivas deportaciones de migrantes irregulares. Ya en sus países de origen, reprodujeron el modelo de pandilla, con extorsiones, asesinatos, asaltos, robos y otras modalidades y luego nexos con el crimen organizado transnacional para sicariato y narcomenudeo, por lo que son acusadas responsables de la violencia en el Triángulo Norte.

El nexo de las dos maras con el crimen organizado se desarrolló en particular para el movimiento de drogas en asocio con cárteles o narco—mafias mexicanas, en trata de personas con fines de migración irregular y en contrabando de armas, aunque también hay vínculos para servicio de sicariato y protección de cargamentos de sustancias ilícitas.

Un factor ayudó a su propagación en el área norte del istmo centroamericano: al retornar a sus países de origen, hallaron el mismo apartheid social en el que vivían en EU y enfrentaron un doble sentido de exclusión, porque ni pertenecían a la sociedad de Los Ángeles o de otras ciudades de California ni a las de El Salvador, Guatemala y Honduras, hundidos en males endémicos de miseria, desempleo y falta de oportunidades socioeconómicas.

Y, a partir de entonces, crearon un concepto de “familia” para proteger a su barrio de la pandilla rival, inventaron códigos de conducta y comunicación y se involucraron en robos, asaltos, asesinatos y otros actos delictivos.

Pero también empezaron a cobrar “impuestos” a elementos civiles del barrio—al dueño de autobuses, al de la tienda de abarrotes, al vendedor ambulante, al cantinero, al proxeneta, al propietario del taller automotriz—, a cambio de permitirles que siguieran con su actividad cotidiana.

En octubre de 2012, el entonces presidente de EU, Barack Obama, declaró a la MS—13 como organización criminal internacional por narcotráfico, secuestros, asesinatos, tráfico de personas, prostitución, extorsión y crimen organizado. La feroz pandilla tiene presencia de 35 a 40 estados de EU, según registros oficiales.

Un informe de la Fiscalía General de El Salvador exhibió la meticulosa organización de la MS—13: lúgubre calvario para ingresar, con membrecía vitalicia y con la muerte como forma de desligarse, ya sea provocada por enemigos o por castigo interno o con la alternativa de salirse y emigrar del país o quedarse, pero con el riesgo de sufrir un mortal acoso.

Con una estructura piramidal de control ascendente de férreas jefaturas de mando, los “paros” o “colaboradores” están en el nivel inferior del escalafón y los “ranfleros” en el superior. La meta es disputar el control de calles, aldeas y barrios de zonas urbanas y rurales a la M—118. Los “cholos” o salvatruchos se tratan como “hermanos”, “bro” o “brother” de su verdadera “familia” y “barrio”, sin importar lazos sanguíneos.

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