Washington. Desde el primer momento, la pandemia de coronavirus supuso un golpe económico para muchas familias, haciendo más profundas y visibles las brechas entre clases y afectando especialmente a los sectores tradicionalmente más desfavorecidos: clases bajas y minorías raciales.
El impacto ha sido brutal. En los últimos meses el coste de vida se ha disparado. Con una inflación superior al 7%, la más alta en las últimas cuatro décadas, la brecha económica se ahonda. Productos de primera necesidad, como la comida y la energía, se han disparado. En octubre del año pasado, 20 millones de adultos aseguraban en una encuesta de Household Pulse que en su hogar a veces no había suficiente comida para una semana, de los que el 82% dijeron que no tenían el dinero para ello. Latinos y afroestadounidenses tenían el doble de opciones que los blancos de vivir en inseguridad alimentaria por culpa de los efectos económicos de la pandemia.
La desigualdad, acuciante en épocas pasadas, se ha mostrado más evidente ahora, con golpes a aquellos más vulnerables que, en muchos casos, han debido hacer elecciones complejas sobre su consumo y su salud: los costes de cuidados y salud han aumentado, afectando al resto de condicionantes vitales.
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“Las desigualdades preexistentes en los Estados Unidos y la mayoría de los países del mundo hicieron que la gente común fuera vulnerable al doble golpe de la actual crisis económica y de salud pública. Las respuestas políticas defectuosas a la pandemia han contribuido a ampliar aún más las antiguas brechas económicas, raciales y de género”, escriben en Inequality.org, un proyecto sobre desigualdad del Institute for Policy Studies.
Desde el primer momento, el gobierno de Estados Unidos hizo una inversión enorme para garantizar vacunación gratuita a todos sus habitantes, independientemente de clase, región o estatus migratorio. Se puso la equidad como único estándar posible para el combate contra la pandemia; el acceso, sin embargo, mostraba fallas en el sistema, con menos alcance en comunidades minoritarias. Sobre el papel, al menos, tenía visos de éxito.
La llegada de ómicron cambió un poco las reglas. Estancada la velocidad de vacunación, y ante una variante cada vez más contagiosa, la administración Biden tuvo que hacer un reajuste de su estrategia y apostar por la prevención más básica: en lugar de seguir insistiendo en la vacuna, empezó la campaña por la importancia de la mascarilla y la detección rápida de casos, con masificación de tests.
“A medida que ómicron se propaga por los EU, las personas con bajos ingresos continúan teniendo la mayor exposición al virus y el menor acceso a vacunas, refuerzos, máscaras de alta calidad o pruebas rápidas para protegerse”, se quejan Deshira Wallace, profesora de la Universidad de Carolina del Norte, y Kristin Urquiza, confundadora de ‘Marked by COVID’, entre otros, en un artículo publicado en The BMJ, la revista de la asociación médica británica.
Las autoridades sanitarias, en ese sentido, empezaron su recomendación de que no todos los cubrebocas sirven: los mejores son los denominados N95 o K95. Mejor filtración y protección pero, a su vez, más costo por mascarilla. Si bien para algunos el esfuerzo extra es asumible, para otras familias se trata de un gasto insondable, que hace que las disparidades generadas por la pandemia se acentúen.
Ante eso, el gobierno Biden volvió a apostar por las campañas masivas. más de 400 millones de mascarillas N95 se van a distribuir en todo el país de forma gratuita (hasta tres por persona), “el mayor despliegue de equipamiento protector personal de la historia del país”, salido directamente del almacén nacional estratégico.
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En paralelo, el gobierno Biden está gastando 4 mil millones de dólares para mandar test de antígenos a todos los hogares que lo soliciten, un máximo de cuatro por vivienda: en total, se esperan despachar 500 millones de tests. Además, las aseguradoras tienen la obligación de rembolsar por aquellos tests adquiridos en farmacias. A pesar de ello, su burocracia y que se haga a veces a meses vista provoca que muchos prefieran no dar el paso de hacer esa compra.
Para algunos expertos, la medida llega tarde. “Sin duda es un paso en la dirección correcta”, apuntaba Wendy Edelberg, de Brookings Institute, “pero me preocupa que sea demasiado poco y demasiado tarde para las personas que necesitan un suministro constante de máscaras nuevas y de alta calidad semana tras semana”. Coinciden otros analistas, que ven la solución del gobierno como algo que no es suficiente: cuando se agoten los tests gratuitos y tengan que desechar los cubrebocas por su uso, volverán al dilema de si gastar una cantidad de dólares en mascarillas y pruebas que preferirían dedicar a alimentación o de primera necesidad.
“Estos programas federales son una respuesta bienvenida a esta escasez, pero aún no logran centrar a los más vulnerables. Las distribuciones ya llegaron demasiado tarde en el aumento de omicron para aquellos que necesitan pruebas inmediatas debido a un alto riesgo de exposición, como las personas que tienen trabajos esenciales”, escriben los autores del artículo en The BMJ.
Siguen: “La naturaleza única de la distribución de máscaras, al igual que las pruebas, supone un límite de tiempo para la pandemia, cuando más de una vez las nuevas variantes y el aumento del número de casos nos han pillado desprevenidos. Las distribuciones únicas van en contra de la necesidad de garantizar la disponibilidad y accesibilidad continuas de las intervenciones de salud pública en todas las comunidades, para su uso en las oleadas de Covid actuales y futuras”.
Ante eso, y como casi siempre en Estados Unidos, aparecen organizaciones y grupos informales de cooperación y ayuda para hacer accesibles tests y mascarillas a poblaciones desfavorecidas que, a pesar de los programas del gobierno, no ven cubiertas sus necesidades de defensa ante el coronavirus.
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