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Bruselas
A pesar de que la pena de muerte está presente en su código penal, Sri Lanka siempre ha hecho bien los deberes en el contexto de la abolición de la pena capital. La última ejecución registrada en el Estado insular de Asia tuvo lugar en 1976; sin embargo, el título de ser uno de los países abolicionistas de facto más antiguos del mundo está por expirar.
A pesar de los exhortos de Amnistía Internacional (AI) y de la Comisión Internacional de Juristas (CIJ), el presidente Maithripala Sirisena se muestra decidido a proceder con la ejecución de 19 traficantes de estupefacientes y está convencido de que la reinstauración de este castigo es la mejor fórmula para afrontar el creciente problema del narcotráfico.
Sri Lanka, con mil 300 personas en el corredor de la muerte, seguiría así los pasos de Bangladesh, que el pasado 27 de octubre amplió la pena capital a la producción y distribución de metanfetamina, conocida como yaba.
Dacca acompañó el cambio de paradigma con una campaña semejante a la ejecutada en Filipinas por el controvertido presidente Rodrigo Duterte: alrededor de 25 mil personas fueron detenidas en diversos operativos realizados entre mayo y diciembre pasado, de acuerdo con el Ministerio del Interior de Bangladés.
“Las drogas destruyen el país, la nación, la familia (…) Continuaremos el camino, no importa lo que digan”, dijo en su momento la primera ministra bangladesí, Sheikh Hasina.
Tailandia también coquetea con esta fórmula. El pasado 18 de junio reanudó las ejecuciones tras casi una década de no haber empleado la inyección letal.
La decisión del gobierno del premier Prayuth Chan-ocha, de acabar con la vida de Theerasak Longji, un delincuente que se vio involucrado en un asesinato que escandalizó al país, podría tener dramáticas consecuencias para las 539 personas condenadas a la pena capital (hasta diciembre pasado), 60% de ellas por delitos relacionados con las drogas.
El país sufre de prisiones sobrepobladas y la creciente amenaza que supone el resurgimiento de la ruta del Triángulo de Oro, una zona que registra un alarmante incremento del tráfico y producción de drogas sintéticas, según la Oficina de Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito.
De acuerdo con un reporte publicado por Harm Reduction International y elaborado por la investigadora Giada Girelli, las evoluciones en estos países no son acontecimientos aislados, sino que forman parte del resurgimiento y expansión del uso de la pena capital en el contexto de la guerra contra las drogas. Particularmente a partir de 2014 y 2015, cuando “varios gobiernos populistas se comprometieron a enfrentar emergencias de drogas a través de estrategias punitivas de control, centradas en asesinados judiciales y extrajudiciales”, indica el reporte elaborado con financiamiento de la Unión Europea (UE).
De acuerdo con la organización con sede en Londres, la pena de muerte es una herramienta atractiva para estos gobiernos, debido a que “el populismo se basa en un estado de constante crisis y emergencia. Como tal, nada se ajusta mejor a una retórica populista que el concepto de una guerra contra las drogas.
“En un escenario populista, la violencia es ejercida: exhibiendo fuerza y control. Los asesinatos extrajudiciales y la pena de muerte no son, por lo tanto, consecuencias extremas ni involuntarias de las políticas populistas, sino más bien manifestaciones esenciales de poder”, indicó.
A nivel mundial, 35 países y territorios conservan en su código penal la pena de muerte como castigo a infracciones por estupefacientes; y al menos 4 mil 366 personas fueron ejecutadas entre 2008 y 2018. El año pico tuvo lugar en 2015, con 750 ejecuciones, sin contar las ocurridas en China y Vietnam en donde las cifras en la materia son secretas.
El año pasado por lo menos 91 personas murieron por cargos de droga en Irán, Singapur y Arabia Saudita, 68.5% menos en comparación a 2017. La explicación: el cambio de política en Irán, en donde las ejecuciones pasaron de 221 a 23 respectivamente.
Se estima que en la actualidad más de 7 mil personas enfrentan la pena de muerte por drogas a nivel global. A esta lista por lo menos se sumaron 149 personas en 13 países durante 2018. Una de ellas es Tun Hung Seong, mejor conocido como el Malayo de Hielo, sentenciado en Tailandia por contratar a un “camello” para cruzar unos 300 kg de metanfetamina por la frontera con Malasia.
Para el profesor y decano de la Universidad de Malasia, Adeeba Kamarulzaman, la pena de muerte no sólo ha resultado ser un fracaso como instrumento disuasivo del comercio de drogas, sino que ha contribuido a profundizar la precariedad de algunos de los sectores más pobres y vulnerables.
“Las personas condenadas a ser ejecutadas por delitos relacionados con drogas a menudo son personas que se encuentran en el nivel más bajo del comercio, algunos de los cuales pueden haber ingresado por coacción o simplemente por no tener alternativa económica”, sostiene Kamarulzaman como autor del prólogo del informe.