En plenos años de guerra, en 1940, sin las condiciones mínimas ni asistencia médica y con la latente amenaza de que los judíos podían ser asesinados en cualquier momento, el gueto de Vilna, en Lituania, vio nacer a Dolly Hirsch.

Tras la invasión alemana a la ciudad, su familia se vio obligada a dejar atrás un estilo de vida lleno de lujos y comodidades, y a enfrentar seis años marcados por el hambre, el miedo constante y el sufrimiento.

Dolly creció sin conocer más mundo que lo que su madre le contaba sobre el gueto; lo que vivió luego en el campo de trabajos forzados en el que sus padres servían de mano de obra y, después, sus días en los campos de concentración de Auschwitz, Polonia, y en Bergen-Belsen, Alemania. La niña pensaba que así debía ser la vida.

“Desde que yo nací, mi mamá siempre tuvo miedo: primero, de que yo fuera a morir por las condiciones del gueto. Ahí la vida era horrible y muy difícil. En mi casa vivían 70 personas.

“También temía que algo les fuera a pasar a ella o a mi papá y que yo me quedara sola, y le daba pánico que me mataran los alemanes porque yo no les era útil como mano de obra, era una niña”, cuenta en entrevista con EL UNIVERSAL.

Dolly no recuerda a su padre, sólo sabe que era ingeniero y que gracias a su trabajo recibieron la tarjeta de racionamiento alimenticio en el gueto, donde, narra, para tener un poco más de comida su abuela tenía que intercambiar sus joyas por un pedazo pequeño de margarina y un pan negro duro.

Después de dos años de hambre y carencias fueron trasladados a la fábrica de trabajos forzados en Minsk, donde la mamá de Dolly se saltaba la alambrada para robar papas y jitomates, y luego dárselos a la familia.

“Recuerdo que mi mamá me decía que si en ese lugar hubiera habido pasto, la gente lo hubiera hervido y pasto hubiéramos comido, pero no había nada más que cemento”, dice.

Con el fin de la guerra cada vez más cerca, la fábrica fue desmantelada y los prisioneros, trasladados a una cárcel de contención porque los campos de concentración estaban llenos. Luego fueron llevados a Auschwitz, un lugar en donde los niños y los ancianos eran los primeros en entrar a las cámaras de gas.

La abuela de Dolly sabía que la niña corría peligro, así que le pidió a su hija que la escondiera entre su ropa. La señora murió ese mismo día como parte de la Solución Final del régimen nazi.

Con apenas cuatro años, la pequeña sobrevivía los días oculta en un bote de basura: “Mi madre me tenía dicho: ‘No llores, no grites y no hables, porque te van a matar, mi Dolly'”.

Por las noches, su mamá iba por ella para que comiera un poco y durmiera en la litera de madera junto con las otras mujeres. Al día siguiente, Dolly volvía al voto de silencio que tenía que guardar cuando estaba dentro del bote de basura.

A pesar de haber sido muy chica, Dolly recuerda que la vida era triste y que sus días transcurrían con mucho miedo.

La niña ya tenía múltiples enfermedades, además de un problema para comer debido a un golpe que recibió en el paladar, cuando ella y su madre fueron deportadas a Bergen-Belsen.

En su escondite, ahora bajo la paja de las madrigueras en las barracas, esperaba a que su mamá regresara de los trabajos forzados. Así pasó cinco meses, librando una batalla entre la vida y la muerte.

Entonces, como una promesa de esperanza, los ingleses liberaron el campo en abril de 1945.

“Mi madre ya se acordaba mejor del pasado que del presente y se nubló cuando supo que mi papá había muerto en la cámara de gas un día antes de nuestra liberación. Luego se acordó de mí y empezó a buscarme como desesperada. Me encontró entre una pila de muertos, casi muerta también yo. Me levantó, me cubrió con periódico y me abrazó”.

Para entonces, Dolly tenía seis años y pesaba tan sólo siete kilos. Dolly y su madre se recuperaron en hospitales en Suecia. La señora Hirsch anhelaba volver a su vida en Vilna, pero ahí ya no quedaba nada.

“Mi mamá quedó muy dañada, tenía un tic nervioso. Un tío se enteró de que estábamos vivas y nos llevó a vivir con él”.

Ambas viajaron a México, donde Dolly reside desde entonces.

“Mi mamá dormía todas las noches con un pedazo de piña, un plátano y un bolillo. Mi tía le decía: ‘Mujer, pero si hay un refrigerador lleno allá abajo’, pero ella tenía miedo de que hoy tuviéramos comida, pero mañana no.

“Cuando salimos del campo volvió a la música, ella era concertista antes de la guerra. El cáncer la mató”.

Dolly asegura que nunca podrá olvidar el ruido de las bombas, la sensación que tenía al estar oculta en el bote de basura ni el temor que tenía de que los soldados nazis la descubrieran. A la fecha, dice, también odia los trenes.

Para ella, la guerra no terminó el día que la liberaron, puesto que tuvo que lidiar con enfermedades y sus secuelas. “Esos años nos trajeron mucho dolor, pero cuando te toca vivir te toca vivir. Y yo soy un milagro desde que nací. Doy gracias a Dios de que hoy estoy viva y puedo contar mi historia”.

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