Colocar en la esfera pública el tema del acoso, la inequidad, la desigualdad de oportunidades y la violación frontal a los derechos humanos de las mujeres como una problemática de carácter global, era algo prácticamente imposible antes de 2016, al menos para Occidente, porque, se decía, “es algo que aquí no pasa”, las violaciones a derechos humanos se dan sólo en las “potencias en desarrollo”.
Tras la toma de protesta medio vacía del presidente Donald Trump, las calles en Estados Unidos se llenaron de sombreros rosas y pancartas pidiendo respeto al terreno ganado, vinculado a la capacidad de decidir sobre el propio cuerpo y la maternidad, o la posibilidad de acceder al mismo sueldo que un compañero que únicamente tiene el género como diferencia.
No obstante, es importante tener claro que esta no fue la primera ni la última manifestación para tratar de encaminar la atención de la opinión pública hacia esta problemática. Recordando algunas de las protestas recientes, podemos poner sobre la mesa el #Niunamenos que derivó en marchas en México y Argentina, pero que no se aterrizaron en soluciones concretas.
En el momento en que Hollywood se colocó en el reflector dentro del movimiento, el mundo empezó a callar y escuchar con más atención que cuando los casos venían del continente africano. De la lucha por el sueldo igualitario pasamos a hablar de algo que pasa demasiado seguido y que por años ha estado profundamente ignorado o peor aún, solapado: el acoso, el abuso de poder y las agresiones normalizadas.
Esta vez los nombres de grandes productores, directores y entrañables actores salieron a la luz. #MeToo se ha vuelto una especie de estandarte y un guiño para cada mujer que ha vivido acoso o abuso en cualquier nivel.
En cuanto empezó a adquirir tracción en redes sociales, las cifras de tuits y posts con historias personales de acoso se multiplicaron, al igual que los ataques de un segmento que no está acostumbrado a ser criticado: hombre, heterosexual, blanco, conservador, etc.
Cuando la agresión se normaliza
La problemática va mucho más allá de la industria del entretenimiento, y uno de los síntomas más difíciles de combatir es la normalización de la agresión y de la violación sistemática de los derechos de las mujeres.
Pensemos en el actual ex primer ministro italiano Silvio Berlusconi en su yate, rodeado de chicas a las que le triplica la edad y las múltiples acusaciones informales de comportamiento inapropiado, recordemos la grabación de Trump convencido que por ser rico y poderoso tiene derecho a tocar a cuanta mujer le place, como le place. Así nos podemos ir con una larga lista de eventos que se han normalizado.
En este entorno se vuelve “válido” preguntarle a la primera ministra de Nueva Zelanda si será capaz de gobernar estando embarazada, o incluso después de ser madre, criticar el estilo y arreglo de la canciller alemana Angela Merkel, o peor todavía, cuestionar los motivos de quienes han alzado la voz para decir “a mí también”.
En 1995, la ex primera dama de EU Hillary Clinton tuvo que hacer una precisión bastante obvia: “Los derechos humanos son derechos de las mujeres, y los derechos de las mujeres son derechos humanos”. Sin embargo, casi 13 años después fue necesario que Naciones Unidas estableciera un observatorio contra el feminicidio y la violencia a la mujer.
De los 25 países con más violencia de género en el mundo, 14 están en América Latina, según cifras del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, donde por cierto México encabeza la lista regional.
Como suele suceder con una herida que se infecta por falta de atención, el movimiento ha generado escozor entre círculos variados, desde algunas actrices francesas que aseguran que se está matando la seducción, hasta escritores, columnistas e intelectuales que consideran que la cruzada por la defensa de los derechos de las mujeres está yendo demasiado lejos.
Mientras tanto, Boko Haram secuestró el pasado 19 de febrero a 110 niñas en Nigeria, documentalistas y reporteros tienen evidencia de una red de trata que “levanta” menores de edad en Tlaxcala para incorporarlas a casas de prostitución en Estados Unidos, y hay una lista de países a los cuales las propias embajadas recomiendan que las mujeres no viajen solas —pues aunque la suma de personas sea igual a dos, si son en femenino, es igual a “solas”—.
Ahora que el silencio se ha roto y que es cada vez más evidente que se trata de un problema global, es probable que la inercia obligue a que se generen nuevos espacios, quebrando cada vez más el techo de cristal.
Mientras que en Argentina se abre el debate de la legalización del aborto, en España se convoca a una huelga el 8 de marzo para la que ya han levantado la mano más de 3 mil 600 mujeres, y medio Hollywood no podrá asistir a la entrega del Oscar porque su historial de comportamiento inapropiado lo ha vuelto “persona non grata”.
Si bien el avance es lento, lo positivo es justo que el tema se está volviendo parte de nuestra discusión cotidiana, que junto con el escozor viene, en el campo de lo privado, la duda de: ¿Estaré contribuyendo a que se normalice el acoso? Y en la esfera de lo público, presiona para que haya un cambio en políticas que deriven en mecanismos de respuesta para que las historias no se repitan, o se repitan menos.
Sigamos manteniendo vivo el debate, cuestionando: “¿Qué queremos replicar hacia el futuro? Y ¿qué podemos hacer para que cada día existan menos voces que digan a mí también”? Porque no sólo es en beneficio de un género, el impacto positivo se refleja en toda la sociedad.