Las monarquías no son como en los cuentos de hadas, pero esas historias han contribuido a la atracción que genera la realeza en el mundo.
La realeza atrae por sus lujos, sus formas de vida, de vestir, por sus escándalos, infidelidades. No muy distintos de los de cualquier persona, pero con la salvedad de que se trata de personas famosas, de las que se filtra muy poca información, que se codean con la crema y nata y viven en un mundo con el que millones sueñan. Un mundo que es inaccesible para la abrumadora mayoría de la humanidad.
Lo cierto es que la historia de las monarquías está bañada de sangre, de esclavitud, de malos tratos, de saqueos, de colonizaciones que hasta la fecha dejan huella.
Los reyes y príncipes se renuevan, con nuevos escándalos. La historia, en cambio, es frágil. Poco se habla hoy de lo que significó la monarquía británica en África, o en El Caribe. O la española en América.
Generaciones perdidas en la esclavitud, millones que murieron sin siquiera tener esa calidad de seres humanos, tratados como cosas.
Exigir “disculpas” a los colonizadores suena hoy ridículo. Pero olvidar la historia, lo que hay detrás de los imperios, de las monarquías, de las dictaduras, de la evangelización… condena a los seres humanos a repetir errores. Por eso importa tener sociedades educadas, que conozcan del pasado, de causas y consecuencias. Por eso, muchos gobernantes ven en las escuelas, en los libros, a su peor enemigo.
Pareciera absurdo que en pleno siglo 21, siga habiendo reyes, reinas, personas consideradas superiores a otras. Así es, y no sólo a nivel de las monarquías.
Pero todo poder tiene su límite. A veces, una figura es ese límite. Durante 70 años, Isabel II logró, pese a las críticas a la monarquía como un sistema “decadente, obsoleto”, mantener cierto status quo. Vio el fin del imperio británico, pero no el poder monárquico.
Las colonias se independizaron, sí, pero con sus bemoles, con los monarcas considerados aún, en muchos casos, como jefes de Estado. Mucho se dice que el poder de los reyes es simbólico; no lo es tanto cuando comienzan los reclamos de separación, de independencia, como ha mostrado la historia.
No ocurre sólo en las monarquías. ¿Cuántos sistemas democráticos develan su autoritarismo y su negativa a abandonar el poder cuando están en riesgo de perderlo?
El poder es peligroso, en el sistema que sea. Cuando se perpetúa, suele ser peor. Por eso hoy por hoy en muchos países se defiende, por ejemplo, la no reelección. Y por eso, también, en muchos se disfraza la reelección con cambio de líder físico, cuando el real está en otro lado, manejando los hilos del país tras bambalinas.
Isabel II utilizó la firmeza, la discreción, las influencias, para evitar el desgajamiento de la monarquía, el separatismo –familiar y territorial-. Pero Carlos III no es Isabel II. No tiene su imagen, su disciplina ni su carácter. En cambio, sí tiene manías y obsesiones de 73 años de cultivación que pudieron mantenerse ocultas, a raya, como príncipe heredero, pero no como rey. A río revuelto, ganancia de pescadores. Países y territorios que llevan décadas esperando su momento para lograr la independencia podrían ver el deceso de la reina como ese momento. Los británicos que no son muy felices con la monarquía podrían también empezar a alzar la voz.
Aunado a los problemas que enfrenta Reino Unido, no sólo económicos, sino políticos, con una dirigencia recién estrenada que tampoco se sabe cómo actuará, ni es la más popular, la situación podría salirse de control. La reina ha muerto, pero… ¿viva el rey? El tiempo lo dirá.
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