Cuando el presidente del país más poderoso del mundo, , pone en riesgo la democracia por un berrinche, eso tiene consecuencias mucho más allá del territorio estadounidense.

Si alguien tenía dudas de la gravedad del asalto al Capitolio , el 6 de enero de 2021, este domingo quedaron despejadas cuando una multitud de bolsonaristas irrumpió a la zona donde se encuentran el Congreso, el Tribunal Supremo y el mismísimo palacio presidencial de Planalto, en Brasilia, emulando a los trumpistas que irrumpieron en el Congreso de Estados Unidos para tratar de impedir la certificación de la victoria de Joe Biden .

El mundo entero siguió con atención las que han sido las horas más bajas de la democracia estadounidense, y vio a un presidente saliente, Donald Trump , arengar a la multitud a actuar y defenderlo, simplemente porque no quiso reconocer que perdió en las elecciones de 2020 frente a Biden y se dedicó a sembrar la falsa teoría de que le hicieron un fraude.

Sin importarle el peligro que significaba para el país que él pusiera en duda las elecciones —sin tener una sola prueba—, y la división profunda que estaba causando en el país con sus acusaciones, llamó, en un mitin, a la gente a marchar y exigir cuentas a los congresistas republicanos que se negaron a ceder ante su berrinche y que estaban contando los votos para oficializar la victoria de Biden.

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A Trump nunca le ha importado otra cosa que no sea Trump, y en Brasil encontró un fiel seguidor y admirador de sus tácticas: Jair Bolsonaro, considerado el "Trump tropical" . El ultraderechista, admirador confeso de la dictadura brasileña, aplicó la de Trump y desde antes de las elecciones sembró la duda del fraude. Sabiendo que el país estaba dividido, mitad y mitad, entre quienes querían que se reeligiera y los que no, atizó el encono y, una vez que la segunda vuelta confirmó el triunfo de Lula, se negó a reconocer su derrota. Encerrado, no quiso hablar con nadie, y dejó que el resto de su gobierno iniciara la transición, sin salir a reconocer que en la democracia, se gana y se pierde, y se reconocen los resultados porque esas son las reglas.

Llegó el día de la toma de posesión y Bolsonaro, igual que Trump, decidió pensar solo en él. El hombre que dijo que llevaría a Brasil a otro nivel cumplió. Lo llevó a un nivel de infantilismo que optó por tomar un avión y abandonar el país antes que ceder el mando.

Igual que Trump, hizo un débil llamado a la calma a su gente, pero jamás se mostró como el estadista que debía ser ni puso al país antes que a él mismo. Esos llamados y nada eran lo mismo. Los resultados están a la vista: un Congreso y un tribunal violados, destruidos, por una masa que exige, quizá sin reparar en sus palabras, nada menos que un golpe de Estado para acabar con el gobierno de Lula, que asumió el 1 de enero, y devolverle el poder a Bolsonaro, quien hasta ahora, como hizo Trump durante horas tras el asalto al Capitolio, se mantiene en silencio.

Valientes líderes democráticos. Pobres democracias, pobres pueblos.

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