Tanto va el cántaro al agua hasta que se rompe. Tanto se involucró el gobierno mexicano en los asuntos de Perú que ocurrió lo inevitable: la presidenta Dina Boluarte declaró persona non grata al embajador Pablo Monroy, y ordenó su expulsión.
La caída del presidente Pedro Castillo en Perú no sólo tiene al país sumido en una profunda crisis política a la que Boluarte busca una salida. También ha servido para desenmascarar a propios y extraños.
A pesar de que fue Castillo quien enterró su propio gobierno, ordenando una disolución improcedente del Congreso para evitar que debatiera una vacancia presidencial por incapacidad moral. Pese a que la ley peruana es muy clara en cuanto a cuándo procede, y cuándo no, que un jefe de Estado disuelva a un Congreso y convoque a elecciones legislativas, el gobierno mexicano decidió no sólo inconformarse con la situación peruana, sino desconocer a Boluarte y mantener el reconocimiento de Castillo, sin importar que los organismos internacionales y demás países expresaran su respeto a la democracia peruana y al cambio de mando.
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El gobierno de Andrés Manuel López Obrador fue más allá: reconoció que Castillo solicitó, y se le concedió, asilo político. La única razón por la que no se concretó es que la propia gente del destituido mandatario evitó que llegara a la embajada de México a refugiarse y, en vez de ello, lo entregó.
Entonces entró en acción Monroy, quien visitó a Castillo en el lugar donde se encuentra detenido y allí el peruano concretó su solicitud de asilo.
Tanto López Obrador como el canciller Marcelo Ebrard defendieron la decisión de querer asilarlo. El mandatario acusó a las élites de orquestar la caída del peruano.
La administración de Boluarte intentó evitar lo que parecía inevitable y optó por convocar al embajador peruano en México para expresarle su extrañeza e inconformidad por la injerencia mexicana en los asuntos peruanos.
La cuerda era ya muy delgada cuando el gobierno de México anunció su decisión de otorgar un salvoconducto a Lilia Paredes, esposa de Castillo, y a los hijos de ambos.
México adoptó esa medida a pesar de saber que no solo sobre Castillo, sino también sobre Paredes, existen pesquisas por presuntos delitos del fuero común en Perú.
El argumento de que México tiene una larga tradición de asilo es insuficiente. La administración de Andrés Manuel López Obrador, que tanto se ha quejado de que otros países han intentado violar la soberanía mexicana, ahora hace exactamente eso con Perú, ignorando, a sabiendas, todas las reglas del juego democrático. Aparentemente, tratándose de los amigos, no hay democracia ni límites que valgan.
La defensa de la democracia, que México había convertido en un adalid, se cae a pedazos. Igual que la imagen de México como un país respetuoso de la soberanía ajena. La expulsión de Monroy era un final más que previsible. En Perú, México ha tratado simplemente de defender lo que es a todas luces indefendible.
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