“¡No es injerencismo!”, clama el presidente Andrés Manuel López Obrador , apenas terminando de decir que al único que reconoce como presidente de Perú es a Pedro Castillo , a pesar de que el Congreso lo destituyó.
“¡No es injerencismo!”, clamó antes, cuando declaró a la vicepresidenta argentina Cristina Fernández , viuda de Kirchner, “víctima de una venganza política, de una vileza antidemocrática”, cuando fue condenada a seis años de prisión -que no tocará- por acusaciones de corrupción ligadas a la administración fraudulenta de fondos en la concesión de obras públicas.
“¡No es injerencismo!”, insistió, cuando reconoció al presidente Daniel Ortega, de Nicaragua, tras unas elecciones en noviembre de 2021 tachadas por organismos y la comunidad internacionales como una farsa, un fraude.
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López Obrador llegó a la presidencia con la promesa de respetar la Doctrina Estrada y no involucrarse en los asuntos de otros países, como no quería que otros se involucraran en los mexicanos. Una y otra vez ha fustigado al gobierno de Estados Unidos y sus legisladores y políticos por “meterse en los asuntos soberanos de México”.
Sin embargo, tal parece que para el presidente mexicano las reglas no aplican siempre. Sólo cuando le conviene.
Alega que las élites tumbaron a Castillo en Perú y que su destitución fue ilegal, aun cuando miembros del propio partido del hoy exmandatario votaron a favor de declararlo incapacitado moralmente para gobernar, después de que él decidiera, ilegalmente, disolver un Congreso que estaba por votar si lo sacaba del poder.
Castillo está acusado de una serie de delitos de corrupción, desde por aprovechar el cargo de presidente para beneficiar a algunos sectores hasta por un presunto plagio de tesis. Nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario, pero el peruano tiene que rendir cuentas, en su país. Y el Congreso de ese país está habilitado, porque así lo dictan las leyes, peruanas, le guste a López Obrador o no, para determinar si un mandatario es destituido por cuestiones de corrupción.
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Podrán otros países, otros gobernantes, estar de acuerdo o no, pero hablamos de una democracia que habría que respetar como a las otras.
En Argentina, de igual modo, la Justicia evaluó las evidencias en contra de la exmandataria y juzgó en consecuencia.
En contraste, cuando Ortega pisoteó todas las leyes y reglas del juego democrático y encerró a cuanto opositor se enfrentó, ahí sí el mandatario mexicano optó por hacer oídos sordos y decir que no había que meterse, que Nicaragua era una democracia y que Ortega era el presidente.
Ni qué decir cuando pasó semanas sin reconocer el triunfo del presidente Joe Biden en Estados Unidos, haciendo un llamado a esperar a que se contaran todos los votos porque había que “respetar” el proceso electoral. ¿La razón? Que su gallo, Donald Trump, había perdido, y hecho berrinche alegando un fraude inexistente. Una actitud muy distinta de la que mostró López Obrador en Brasil, donde apenas salidos los resultados de encuestas ya estaba felicitando a Luiz Inácio Lula da Silva.
Injerencismo, pues, a conveniencia.
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