Washington.— Finalmente llegó un día en el que Mike Pence (Columbus, Indiana, 1959) dijo basta a Donald Trump , y con eso (quizá) salvó su carrera política de cara al futuro. Parecía que era un día que no iba a llegar nunca, después de una lealtad inconmensurable al trumpismo en todas sus formas y figuras, pero el vicepresidente de Estados Unidos rompió con el líder en uno de los momentos más cruciales de la historia del país.

Pence llegó tarde y de rebote al trumpismo. Su carrera política estaba al borde del abismo tras un mandato muy convulso como gobernador de Indiana , donde sus posiciones extremistas contra los derechos de los homosexuales y antiabortos. Trump, que sorpresivamente había ganado la nominación republicana para la presidencia en las elecciones de 2016, buscaba alguien confiable que no le opacara y que le abriera la puerta a la política tradicional ; una figura que le acercara al votante religioso; un perro fiel y servicial que no hiciera nada más que quedar en segundo plano y, si fuera necesario, arreglar los problemas.

Pence era ese antagónico que tanto buscaba, y el mismo vicepresidente era consciente de su papel. En la convención republicana de 2016, en su discurso de aceptación para formar parte de la fórmula electoral, dijo medio jocoso que la “enorme personalidad”, el “estilo extravagante” y el “carisma” de Trump llevaba a elegirle a él, un personaje visiblemente gris, para “equilibrar” el dúo.

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En cuatro años Pence cumplió con todo, socio imprescindible de un presidente impulsivo , irascible, irracional. El vicepresidente aparecía siempre entre bambalinas, como un segundo de a bordo con más experiencia que su líder, capaz de recalibrar el barco cuando iba a la deriva. La capacidad innata de quedar en segundo plano, hábilmente escondido de los ataques megalómanos y egocéntricos de Trump, le mantuvo a flote.

No le fue mal como traductor del trumpismo al republicanismo conservador clásico, siendo un mensajero perfecto extremadamente hábil en los malabares para no quemarse con el fuego de Trump, pero mantenerse cerca del líder para no levantar sospechas. Él es en parte una de las claves para entender la adaptación progresiva del conservadurismo hacia el abrazo casi infinito hasta el trumpismo.

“Creo que Donald Trump siempre habla directamente desde su mente y desde el corazón”, decía al principio de la luna de miel entre ambos, cuando parecían imparables: uno con el poder de las masas, el otro con el poder de la maquinaria de detrás de las cámaras.

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Tanta lealtad, tanto trabajo limpiando destrozos, pidiendo calma, prometiendo cambios, repartiendo seguridad, se vino abajo de repente. “Nunca le vi tan enfadado como hoy”, confesaba el senador republicano Jim Inhofe , quien aseguró que el vicepresidente no llegaba a comprender la inacción de Trump, su falta de empatía, su incapacidad de asimilar y analizar que los destrozos en el Capitolio , el intento de insurrección incitado desde el Despacho Oval, estaba dejando en trizas a la democracia de Estados Unidos.

Mike Pence, el exfiel escudero de Trump
Mike Pence, el exfiel escudero de Trump

El vice-presidente Mike Pence, con la presidenta de la Cámara Baja, Nancy Pelosi, el jueves al certificar la victoria del presidente electo Joe Biden en el Capitolio en Washington. Foto: J. Scott Applewhite. AP

“Después de todo lo que he hecho por él”, se preguntaba, una y otra vez, Pence, minutos después de ser lanzado a los leones por Trump, acusándole de no tener la valentía de hacer un acto inconstitucional para salvar su presidencia. A la vez, insistía en negarse a condenar una violencia que le tenía recluido en un lugar seguro, alejado de las turbas que violaron el templo de la democracia estadounidense .

Poner en duda la lealtad de Pence a Trump es inútil. Los más cercanos a él nunca escucharon una mala palabra contra el presidente, ninguna queja, ni en público ni en privado, ni en espacios casi confesionales. Puso el cuerpo en todas las batallas , defendiendo lo indefendible. Para Pence, fue el presidente el que rompió con él cuando le pidió que incumpliera un precepto constitucional . Tuvo que negarse, y desde entonces no se han hablado más.

Había dudas hasta último momento sobre qué haría Pence en un momento tan crucial como la ratificación de los resultados de las elecciones. Sólo tenía dos opciones: seguir fiel a Trump, incumpliendo su juramento de respetar las leyes, o hacer valer la Constitución. Eligió lo segundo.

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“Tiene el peso del mundo y del futuro del Partido Republicano en sus hombros”, publicaba Nate LaMar en el IndyStar , el periódico del estado natal. “Pence necesita salvar el país de Trump”, pedían Steve Chapman , columnista del Chicago Tribune. “ Pence está a la altura de las circunstancias, para salvar realmente a Estados Unidos”, escribía Andrew McCarthy en The Hill.

El todavía vicepresidente nunca habría pensado estar en esta tesitura. Su lema de “cristiano, conservador, republicano, y en este orden”, su posición más firme y reconocida, era su única obsesión: hacer que los Estados Unidos se encaminaran hacia una sociedad extremadamente religiosa y muy conservadora.

Estar en el asiento del copiloto de la Casa Blanca tenía que ser simplemente para ese objetivo: maniobrar para que sus ideas más conservadoras se hicieran efectivas, se cumplieran con los preceptos del republicanismo conservador . Ser una voz importante en la elección de jueces del ala más a la derecha, reformar y poner en duda preceptos y avances progresistas y revertirlos, luchar contra ideas de los demócratas desde el poder.

Era simplemente estar callado cuando debía estarlo, hablar cuando fuera necesario, liderar lo que pudiera (como la creación de un nuevo cuerpo del ejército, la fuerza espacial) y ser la comparsa perfecta cuando Trump lo quisiera, aunque fuera señalado como cómplice.

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Pero llegó un momento en el que la tercera pata de la frase que define a Pence, el “ republicanismo ”, tuvo que saltar por encima de las otras dos, ponerse en primera fila y actuar. Dejar de lado la odisea de convertir Estados Unidos en un país más religioso y más conservador de lo que es, y defender el sistema democrático y la república.

Ante el caos despertado con el asalto al Congreso, el conservadurismo radical de Pence (que llegó a servir —en parte—, para que The New Yorker titulara un perfil sobre él “El peligro de un presidente Pence”) quedó a un segundo plano. Su asiento y promesa constitucional era lo que podía sustentar el país y paralizar el intento de subversión electoral. Su negativa a contentar el delirio autoritario de presidente se convirtió en intento de insurrección instigado por Trump, que empujados por su líder ven en Pence uno de los culpables por los que Joe Biden vaya a ser el próximo presidente de Estados Unidos y no Trump.

Para los trumpistas, Pence, fiel escudero, ahora es visto como un traidor. Para los conservadores anti-Trump , el vicepresidente es la certeza de que no todo está perdido, que es posible reformarse después de tanta fidelidad al populismo del todavía presidente. Para los demócratas, todo esto llega demasiado tarde; sin embargo, no ocultan que, en todo este tiempo, siempre vieron en él un interlocutor.

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La ruptura de Pence con Trump puede verse como una postura para proteger la democracia o, en cambio, una gran apuesta a largo plazo: la primera gran decisión de su carrera hacia la presidencia para el año 2024. El aplauso generalizado del conservadurismo de Estados Unidos (y gran parte de los demócratas que temían que la lealtad infinita de Pence también se vería reflejada en un momento tan culminante) es un espaldarazo enérgico a su vida post-vicepresidencial, y eleva sus opciones políticas futuras.