Los miles de migrantes que se acumulan en la frontera de Estados Unidos y México llegan cansados, con el hilo de esperanza que les queda de cruzar del lado estadounidense y dejar atrás una, o muchas, pesadillas.

Salen huyendo de sus países, en su gran mayoría, por no haber condiciones dignas de vida, por no encontrar trabajos que les permitan sostener a sus familias, por amenazas de las mafias o de gobiernos corruptos, por negarse a un destino de delincuencia o muerte.

Recorren miles de kilómetros; muchos se quedan en el camino. Los mata la selva, o los traficantes; el hambre y la desesperación. Pero prefieren arriesgarse, dejar la vida en la selva o a manos de los secuestradores o narcos, que mirar atrás. Por esa mínima esperanza de sobrevivir y llegar adonde, piensan, podrán construir una nueva vida y, con mucha suerte, llevarse a los suyos.

Muchos migrantes, sobre todo mujeres, llegan ya aleccionados a México. Alertados de que pueden ser secuestrados, violados, extorsionados, ya sea por narcos, mafias o por las propias autoridades. Los migrantes son la nueva mina de oro: no son sólo los miles que les exigen para “cruzarlos del otro lado”, en promesas que se quedan en eso, son extorsionados por funcionarios que les exigen dinero a cambio de no deportarlos, de no detenerlos.

Otros tantos son secuestrados para exigir dinero a sus familiares que ya se encuentran en EU. Pareciera la ley de la selva, donde todo se vale, donde las autoridades se limitan a señalar “la culpa” de los migrantes por haber salido de sus países en primer lugar, por intentar llegar a EU sin tener los papeles para ello.

El gobierno estadounidense insiste en que “busca y amplía” las vías legales para permitirles la llegada, pero crea leyes que restringen cada vez más las posibilidades de los migrantes de lograr el sueño americano: aplicaciones que no funcionan; retrasos de meses, incluso años, en citas; separación de familias...

Se pensaría que, una vez del lado estadounidense de la frontera, los migrantes pueden respirar con alivio. Pero no es así. Gobernadores republicanos como Ron DeSantis, en Florida, o Greg Abbott, en Texas, están convirtiendo en misión imposible el que los migrantes logren asentarse en esos estados, donde hay una alta presencia hispana.

No son sólo las medidas, sino los discursos. Del expresidente Donald Trump, que no se ha cansado de llamar criminales, invasores o violadores a los migrantes, que en su mayoría sólo quieren tener una vida digna, que no tienen en sus países de origen. “Ilegales”, “los que le quitan los trabajos a los estadounidenses”, “los que van a acabar con EU y su futuro”. Ese tipo de discursos resuenan en las cabezas de todos aquellos en EU que buscan a quién culpar por todo lo malo que les ocurre.

Aunque aún no se conocen los detalles del atropello masivo de Brownsville, Texas, que dejó ocho migrantes venezolanos muertos, los sobrevivientes coinciden en señalar que el hombre que los arrolló primero les lanzó insultos antiinmigrantes. Las palabras importan, pero parece que en EU, en aras del poder, los políticos no se fijan en esas “pequeñeces”.

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