Washington.— Joe Biden sabía que los 100 primeros días de su gobierno iban a ser un reto, enfrentando múltiples crisis en paralelo en un momento histórico único. Tenía varios planes, propuestas que iban a servir para atajarlo todo a la vez, en pequeños pero constantes avances que permitieran a Estados Unidos olvidar rápidamente cuatro años de Donald Trump, que debían quedar como escondidos en un baúl.
Lo que quizá no esperaba era que, en su propuesta de “vuelta a la normalidad” integral, iba a encontrarse una piedra en el zapato que le iba a molestar en demasía, una espina que sabía que iba a clavarse pero no que lo iba a hacer con tanto daño: el tema migratorio. Precisamente, el que más definió el mandato de su antecesor.
La cifra de los 100 días es completamente arbitraria, para nada significativa del devenir futuro de una administración. Sin embargo, todo el mundo lo toma como patrón, como bola de cristal de lo que tiene que llegar y como primera toma de contacto con la realidad de lo que puede ser el conjunto del mandato.
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La pared opuesta al escritorio que hay en el Despacho Oval la preside un enorme retrato de Franklin Delano Roosevelt (1933-1945), como para recordar el espejo en el que mirarse. Biden se presentó como heredero del acelerado ritmo de producción de FDR, el presidente de los EU modernos más eficiente, con más trabajo hecho en su primer centenar de días como líder del país.
El actual presidente de Estados Unidos agarraba a finales de enero las riendas del país con cuatro crisis claras y bien conocidas: la pandemia de coronavirus, la económica, la climática y la injusticia racial. Planteó una agenda agresiva desde el inicio, y sus comienzos fueron frenéticos.
El bolígrafo de Biden se movió a un ritmo feroz, como un huracán. Según el conteo del American Presidency Project, Biden ha firmado 40 órdenes ejecutivas (32 de ellas el primer mes, más que FDR). Pero el principal foco de su actividad inicial ha sido, sin lugar a duda, todo lo relacionado con el coronavirus, y de rebote los efectos económicos derivados.
“Ha hecho bastantes cosas a través de órdenes ejecutivas, pero su mayor victoria doméstica ha sido el plan de estímulo”, comentó a EL UNIVERSAL David Schultz, profesor de ciencias políticas de la Hamline University. Un plan de rescate enorme, de 1.9 billones de dólares, un triunfo sin parangón, más del doble en valor del que aprobó Barack Obama en sus primeros pasos como presidente para salir de la Gran Recesión derivada de la crisis de 2008.
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Nadie pone en duda su éxito en las soluciones para atajar la pandemia. Todas las metas que ha ido planteando las ha superado sin mucho esfuerzo: la última, la inyección de 200 millones de dosis en menos de 100 días de gobierno (lo consiguió en el día número 92); en gran parte, por el nacionalismo férreo que ha impuesto en la distribución de vacunas. El avance es tan enorme en ese flanco que ahora se teme por un exceso de oferta de dosis ante la decadencia de demanda, a causa de aquellos que son contrarios a ser inoculados.
Tampoco su interés en cambiar el discurso sobre medio ambiente, con la cumbre de líderes mundiales que hospedó esta semana para aportar nuevas ideas en la lucha contra el cambio climático. Su compromiso con la diversidad y igualdad racial y de las minorías, además de la firma de memorandos federales, quedó patente en la composición del gabinete más diverso de la historia, con varias nominaciones históricas que huyen del prototipo de hombre blanco.
Schultz recuerda que la agenda era mucho más agresiva y han quedado cosas por hacer. En resumen, el experto concluye: “Ha sido exitoso en el abordaje del tema de la pandemia y la distribución de vacunas”; sin embargo, hay un pero: “La inmigración sigue siendo un problema”.
El tema migratorio ha sido un verdadero quebradero de cabeza para Biden. La Casa Blanca esperaba que su ambiciosa propuesta de reforma migratoria, con camino a la ciudadanía para millones de indocumentados, así como la rescisión de programas de la anterior administración, como el Quédate en México (MPP), iban a ser suficientes para marcar el cambio de régimen y avanzar en ese frente.
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Sin embargo, se ha quedado todo a medias. La rescisión del MPP no ha significado el fin de las expulsiones exprés (escudándose en la pandemia); el dar albergue a menores no acompañados ha provocado que el sistema colapse y se vea sobrepasado; las cifras de inmigrantes aprehendidos están entre la más altas en las últimas dos décadas.
La insistencia en negar poner la etiqueta de “crisis” a lo que pasa en la frontera con México ha hecho elevar todavía más el problema que hay. Pero la preocupación es latente y visible, y el primer intento por resolver no ataja las condiciones actuales y mira a largo plazo. La idea de resolver los problemas “de raíz”, algo que recuerda al plan que ya había propuesto Obama, le ha obligado a nombrar a la vicepresidenta Kamala Harris como jefa del proyecto diplomático, y a un experimentado diplomático, Ricardo Zúñiga, como enviado especial para Centroamérica.
En cambio, ha visto cómo Roberta Jacobson, exembajadora en México y puesta en la posición de coordinadora para la frontera, abandonó su cargo, dejando en incógnita si va a haber reemplazo.
Dentro del ámbito migratorio, Biden tuvo uno de sus mayores tropiezos. El presidente, contradiciendo sus promesas de campaña y uno de los puntos en los que fue más duro contra el “racismo” del gobierno anterior, tenía la intención de no aumentar la cifra de recepción de refugiados, manteniéndola al mínimo nivel histórico dejado por Trump, pese a que figuras del gabinete le imploraran que cumpliera con su compromiso. El revés fue espectacular, hasta el punto que la Casa Blanca, en modo de reparación de daños, tuvo que recapacitar y hacer un cambio de planes.
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No ha sido la única vez que Biden ha tenido que dar marcha atrás: aunque con menos azote de la opinión pública, el presidente retrasó hasta septiembre la salida definitiva de tropas estadounidenses de Afganistán.
Su promesa de unidad, de buscar a sus rivales para llegar a acuerdos, de “cruzar el pasillo” ideológico quedó en palabras vacías. Sigue diciendo que su objetivo es curar el alma de Estados Unidos, pero ha decidido hacerlo solo. Es como si Biden se hubiera dado cuenta (o siempre hubiera sabido, sin hacerlo público) que no tenía nada que negociar con los republicanos, en un ambiente tan polarizado.
Y es entonces cuando se entienden sus planes ambiciosos y enormes, agresivos, que evidentemente sabe de antemano que no tendrán el apoyo de los conservadores pero que, en muchos de los casos, tiene el respaldo de la mayoría de la opinión pública, incluidos muchos republicanos. No tendrá los votos en el Congreso, pero sí buenas cifras en encuestas y sondeos.
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Además, sus propuestas legis- lativas le han servido para unir (estos sí) a los demócratas, veleteando hacia la izquierda del espectro político a medida que el ala progresista gana terreno. El enorme plan de infraestructura (2 billones de dólares) es su adaptación del Green New Deal propuesto por el sector más progresista del partido Demócrata, y su utópica reforma migratoria cumple con todos los puntos que exigían los activistas.
Ninguna de las dos propuestas tiene opción de llegar a buen puerto, al menos no en su redacción original, pero han servido para demostrar que, tras la retórica de la unidad, Biden ha sido más pragmático. Sabe de los obstáculos que tiene en el Congreso, con un Senado en el que la mitad de senadores son republicanos y por tanto barreras casi infranqueables. “El problema que encara es la estrechez de su coalición en el Congreso (…) y la polarización política, que hace difícil conseguir apoyo bipartidista”, apunta Schultz.
En términos prácticos, eso le impedirá impulsar con éxito leyes y reformas que defiendan el derecho a voto, que está sufriendo un ataque frontal en varios estados republicanos; le ata de pies y manos en el control de armas, a pesar de que se ha acostumbrado a ordenar que las banderas ondeen a media asta por la seguidilla de tiroteos masivos de las últimas semanas, que han vuelto a visibilizar la epidemia de las armas en el país. No ha conseguido sanar la polarización. Si bien tiene cifras de popularidad más que aceptables (59% en la más reciente encuesta de Pew Research, por encima de Trump —39%— pero sorprendentemente por debajo de Obama —61%—y ligeramente superior al de W. Bush, 55%), el trumpismo sigue en el país, las cerraduras ideológicas siguen férreas y polarizantes.
Biden ha conseguido que el clima en Washington vuelva a una normalidad desconocida en los últimos cuatro años, recuperando tradiciones como las conferencias de prensa diarias de su portavoz. Una calma deseada y casi urgida tras un final de mandato de Trump coronado con el asalto al Capitolio, uno de los episodios más oscuros de la historia de EU y demostración más fehaciente del nivel de tensión y polarización del país.
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La división no ha desaparecido, pero al menos ha amainado su presencia pública. Los altavoces mediáticos del trumpismo no suenan tan fuertes en Washington, y el intrigante silencio de Trump, que sólo aparece en dispersos comunicados oficiales maquillados de tuits, es el único rugido que sale desde Mar-a-Lago.
Distanciarse de Trump es una tarea poliédrica. No sólo debía acabar con la construcción del muro, los vetos migratorios, reincorporar a EU a tratados internacionales, también era una cuestión de forma. Era urgente un nuevo “viejo” estilo, un clasicismo en la estética. Nada de tuits a horas intempestivas: habría que recuperar las conferencias de prensa diarias con la portavoz, evitar errores no forzados.
Especialmente importante con un presidente lenguaraz, incontrolable sin guión. El control del relato a la vez que se apuesta por la exposición de un líder que toma cartas en los asuntos de estado. El resultado ha sido mixto: las quejas de la poca accesibilidad provocaron que Biden diera su primera (y única) conferencia de prensa en solitario tras 68 de gobierno, el que más tardó en hacer una; en una de las pocas entrevistas dijo sin tapujos que estaba de acuerdo con la afirmación que el presidente ruso, Vladimir Putin, es un “asesino”. El pasado domingo se le escapó que, lo que estaba pasando en la frontera, era una “crisis”, palabra maldita para la administración en todo lo que es referente a inmigración.