Las colocaron desnudas, una al lado de la otra. Eran varias.
Entre ellas había una cierta distancia para que pudieran cumplir con una orden: estirar los brazos y abrir las piernas hacia los lados.
De repente, a una de ellas se le cayó algo de la vagina.
Era un condón con dinero en su interior.
Sucedió durante una de las inspecciones que los tratantes de Marcela solían hacerles sin previo aviso a las mujeres que explotaban sexualmente en Japón.
"Al ver qué era, a mi compañera le quemaron sus genitales con un cigarrillo", me cuenta.
"Al día siguiente, como si no hubiese pasado nada, la forzaron a seguir trabajando. Tenía que pagar su cuota".
"Y ahí comenzó una ley: 'Aquella que descubramos que se esconde dinero, le quemaremos sus genitales'. Yo no lo viví pero lo vi. Nunca me atreví a hacerlo porque me daba mucho miedo".
Ni ella ni sus compañeras recibían dinero de los clientes.
"Ellos siempre pagaban en el hotel o en el sitio a donde nos llevaban, pero a veces nos daban propinas y eso también (los proxenetas) trataban de quitárnoslos".
El hombre que se le acercó a Marcela Loaiza en una discoteca de Pereira, Colombia, no tenía intenciones de bailar con ella ni de enamorarla.
Sólo quería presentarse y decirle que tenía un potencial inmenso para triunfar como bailarina en el exterior.
En ese local, ella daba clases de baile y amenizaba fiestas, una actividad que hacía para complementar sus ingresos como cajera de una tienda de almacenes.
Al principio, la joven de 21 años no le prestó atención, pero cuando su hija de 4 cuatro años se enfermó y tuvo que ser hospitalizada, se acordó de la tarjeta que le había dado Pipo, el "agente" y lo llamó.
Le contó la emergencia por la que estaba pasando, pues había perdido sus empleos por estar al cuidado de su hija.
Pipo se mostró muy comprensivo. Le ofreció una suma de dinero para cancelar los gastos médicos de la niña.
Después, le dijo, ella le pagaría con "el dineral" que haría bailando en el país donde "seguramente la iban a contratar".
Madre soltera, de orígenes humildes, Marcela aceptó por desesperación.
Con su hija recuperada y de vuelta en la casa con su abuela, decidió irse.
Pero no le dijo a nadie. Así se lo pidió Pipo, para evitar tristezas y arrepentimientos de última hora.
"Sólo le dije a mi mamá que me iba a Bogotá a buscar trabajo para pagar las deudas".
Y se fue.
Marcela estaba emocionada porque se montaría en un avión por primera vez.
"Me sentía la diva de Hollywood que iba a cambiar su vida", me cuenta.
Pipo nunca le dijo a qué país iría. Sólo se lo reveló cuando la dejó en el aeropuerto.
"Poco antes de montarme en el avión, cuando me entrega los pasabordos, me dice que me iré a Japón" vía Amsterdam, Holanda.
Junto a las tarjetas de embarque y dinero efectivo, Pipo le entregó un pasaporte falso.
"Me dijo que en la entrada a Japón de pronto me podían poner problema (si viajaba como colombiana) y que con ese pasaporte iba a ser más fácil".
Fue así como terminó viajando como Margaretta Troff.
Cuando llegó a Japón, se enteró de que ya no sería ni Marcela ni Margaretta. La llamarían Kelly.
Así se lo dijo la mujer colombiana que la recibió en el aeropuerto y que la llevó a su casa, donde había otras mujeres.
Un día después le explicó que su trabajo sería "putear" para pagar la inmensa deuda que le debía por concepto de pasaporte, boletos de avión, vivienda, alimentación, transporte y dinero entregado por adelantado.
Cuando Marcela le trató de explicar que había una confusión y que llamaría a la policía, la mujer le dijo: "Llámela, pero no le garantizamos que llegue a tiempo al entierro de su hija".
Así comenzó su pesadilla en Japón.
Era mediados de 1999 y había caído en manos de la mafia Yakuza.
El nombre Yakuza procede de los números 8, 9 y 3, que en un juego de cartas japonés es una mala jugada, una mala mano.
El origen de la organización se remonta al siglo XVII y está constituida por grupos que aglutinan a unos 60.000 integrantes.
Los grupos yakuza no son ilegales, pero muchas de sus ganancias se obtienen ilícitamente a través de las apuestas, la extorsión, la prostitución y el narcotráfico.
Sus miembros se han distinguido por sus elaborados tatuajes y, en algunos casos, por la ausencia de un dedo: cortarlo es una forma de castigo dentro de su estricto código de honor.
Esa noche, Marcela se vio obligada a ponerse ropa muy ligera y tacones.
Saber que sus captores conocían los movimientos de su familia la hizo desarrollar un miedo permanente.
La dejaron en una calle de Tokio donde se ejercía la prostitución.
Siempre era transportada de un lugar a otro por sus captores y la tenían constantemente vigilada.
"Cuando estaba en la calle tenía clarísimo que era mejor hacer lo que ellos me pedían porque veía cómo drogaban a las otras chicas (las agresivas, las que se rebelaban). Yo preferí soportar lo que estaba pasando con tal de no consumir drogas".
"Es que las hacían volverse adictas y después ellas mismas lo pedían (ser drogadas)".
"Conocí a una mexicana, una venezolana, varias colombianas, peruanas, muchas rusas, filipinas", evoca de esa época.
Fueron 18 meses de explotación sexual diaria. Hubo golpizas, al punto de quedar inconsciente y desfigurada, afirma.
Vio morir a una prostituta colombiana a golpes y con cadenas, víctima de un grupo mafioso rival.
Quiso suicidarse, pero el recuerdo de su hija y la ilusión de volver a abrazarla se lo impidieron.
Marcela me cuenta que veía a un "salvador" en cada hombre que entraba en la habitación que sus captores le asignaban.
"Por eso a todos les pedía ayuda. Pero no me entendían por el idioma, eran japoneses. Y, si me entendieron, les dio igual y se hicieron los locos".
Yamaguchi-gumi es el grupo más grande y poderoso de la mafia Yakuza. Se estima que tiene más de 20.000 miembros.
"Es una de las bandas más grandes y feroces del mundo", decía en 2015 The Economist.
"Se estima que obtiene más de US$6.000 millones al año de las drogas, la protección, el préstamo de dinero, las estafas inmobiliarias e incluso, se dice, la bolsa de valores de Japón".
Hubo un cliente que se enamoró de ella, iba a los clubes de stripears donde la obligaban a bailar y la "pedía" en todos los lugares a los que sus tratantes la llevaban.
"Ellos (los clientes permanentes) conocen bien ese mundo. Saben que los proxenetas nos cambian de sitios. Es como un círculo, un circuito, él sabía cómo funcionaba y sabía en dónde estaría. Iba y me buscaba", me dice.
Marcela le hizo un dibujo de una muñeca llorando y unas flechas que conducían al mapa de Colombia.
Usó innumerables gestos, algunas palabras que había aprendido en japonés y ese dibujo para suplicarle que la ayudara a escapar.
"Era muy complicado. Yo le decía que no quería dinero, que me quería ir, pero no me entendía".
El proceso de hacerle comprender a ese cliente lo que ella quería, le tomó ocho meses y varios dibujos.
Pero no fueron en vano.
Juntos y con la ayuda de otra compañera que había pagado su deuda con los tratantes, planearon el escape.
Siempre se comunicaron con papelitos, los cuales Marcela destruía meticulosamente para evitar que sus tratantes los encontraran, no sólo por temor a lo que le pudieran hacer a ella sino a él.
Le llevó una peluca y ropa y se las dejó dentro de una bolsa en un McDonald's que quedaba muy cerca del lugar donde tenían a Marcela trabajando.
"Él me ayudó, me dejó dinero, me dibujó el mapa para llegar al consulado de Colombia, me explicó qué autobús y qué tren tomar".
En un descuido del hombre que la vigilaba, se escapó.
"Corrí, corrí, corrí", me cuenta.
Tras seguir las instrucciones de su cliente, llegó al consulado. "Ellos me ayudaron a regresar a Colombia".
Uno de sus mayores temores quedaba en el pasado: que tras haber terminado de pagar su deuda, la vendieran a otro grupo criminal en Japón.
La activista japonesa por los derechos humanos Shihoko Fujiwara es la fundadora y directora de Lighthouse, una organización no gubernamental que ha combatido la trata de personas en ese país desde 2004.
Desde Tokio, me ayudó a entender una parte de la historia de la trata en su país.
Me contó que en la década los 70, la economía japonesa empezó su "boom", y que "los hombres japoneses comenzaron a viajar al exterior para comprar los servicios sexuales de mujeres".
"En los 80 y 90, empezamos a traficar mujeres de Filipinas, Tailandia, Rusia, Corea del Sur", me explicó. Y a finales de los años 90 y en la década del 2000, "vimos muchas mujeres traficadas desde Colombia y otras partes de América Latina".
El tráfico y la trata de latinas en esa época coincide con la internacionalización de las actividades delictivas de la mafia Yakuza, cuando el grupo decide trascender las fronteras de Japón.
En ese proceso de expansión, las autoridades lograron rastrear los vínculos entre la Yakuza y narcotraficantes latinoamericanos desde mediados de la década de los 80.
Así lo explican los periodistas David E. Kaplan y Alec Dubro, autores de "Yakuza: Japan's Criminal Underworld" ("Yakuza: El submundo criminal de Japón"), de 2012.
"La Yakuza ha causado problemas en otras partes de América Latina, particularmente en el comercio del sexo (…) Reclutadores de prostitutas y anfitrionas han engañado mujeres desde México hasta Brasil para viajar a Japón".
En 1996, las autoridades mexicanas desmantelaron una operación de trata de personas con fines de explotación sexual que se había extendido por una década, explican los autores.
"Agentes japoneses establecieron oficinas para reclutar 'artistas' y enviaron a Japón unas 3.000 mujeres engañadas para trabajar como 'anfitrionas' en clubs nocturnos".
A uno de los reclutadores, lo encontraron con una lista de 1.200 mujeres.
"No veíamos el sol.
Uno se levantaba y las luces seguían prendidas. Eran luces, luces y luces. Era horrible.
Luces en la oscuridad.
Me tenía que levantar a trabajar a las 8:00 de la mañana. A veces me daba la 1:00, 2:00, 3:00 de la mañana y no me había acostado. Tenía que hacer cinco, seis shows diarios.
Era tan inhumano que te convertían en una carne, una carne viva.
Era terrible cuando te jugaban al jan-ken-pon (juego de piedra papel o tijera).
Al principio les preguntaba (a las compañeras que hablaban español) por qué los hombres hacían eso y me decían que era que jugaban para ver quién iba a estar conmigo primero.
Verlos jugar y hacer fila era muy doloroso".
Testimonio de una sobreviviente colombiana sobre la esclavitud sexual que vivió en Japón en 1984.
Fujiwara y miembros de su equipo fueron a los clubes de stripers donde les habían contado que había latinas y al investigar descubrieron que los proxenetas las movían cada diez días de un club a otro, por todo Japón.
"Con un pago extra, de apenas US$20, los clientes podían tener relaciones sexuales con la bailarina".
"Les daban un condón, unos pañuelos y diez minutos para tener sexo. Ese era el tipo de servicio estándar disponible en un club de stripers latinas".
Y el servicio, señaló, se prestaba en un cubículo pequeño, como una especie de cabina de teléfono.
Fujiwara le informó sus hallazgos a la policía, pero con frustración se dio cuenta de que muchas de esas mujeres fueron arrestadas, acusadas de prostitución y de haberse quedado ilegalmente en el país.
No se les atendió como víctimas de trata y fueron deportadas. "No se tomaron el tiempo de investigar sus casos", me dijo.
"Ahora vas a Tokio o Yokohama y no ves latinoamericanas en las calles, pero en 2000, recuerdo haber visto a muchas latinas con sus cabellos teñidos de rubio".
"Por mi experiencia, las latinas en Japón experimentaron más violencia, más explotación y por más tiempo que mujeres de otras nacionalidades. No sé por qué, no sé si tenían que pagar deudas más altas (por venir de más lejos). Las trataban muy mal y no soy la única que pensaba así".
"Esas prácticas no se ven más", me dice.
A menos no a gran escala.
"Era como ver a alguien que estaba del lado de la muerte. Tenía un miedo que trascendía más allá de lo normal", me cuenta Paula de su amiga cuando la vio regresar de Japón.
Poco antes había hablado con ella por teléfono: "La oía desesperada. Me rogaba que la dejara quedarse en mi casa", me dice desde el norte de Brasil.
"Le respondí que claro, que viniera".
Dijo que se quedaría en su casa unos días, pero pasó un mes.
Paula no hablaba con Fernanda desde hacía dos años aproximadamente, cuando la vio partir "feliz", en 2012, hacia la nación asiática.
Tanto Paula como Fernanda son nombres ficticios, usados para proteger su privacidad.
"En el primer momento, no parecía mi amiga, era otra persona, alguien totalmente irreconocible", asegura.
Se veía más delgada, frágil y muy triste. Pero su apariencia física no sería lo que más la alarmaría, sería su comportamiento.
"Se asustaba mucho con los ruidos: con el sonido del teléfono o cuando se cerraba una puerta con fuerza. La desconfianza era mucha, se sentía perseguida todo el tiempo".
"Me pidió todas las copias de las llaves de la casa. Iba al baño totalmente cubierta".
Después se enteraría de que su amiga "venía de pasar por una cárcel privada en el mismo infierno".
Antes de partir a Japón, Fernanda "era una mujer alegre", indica Paula.
Era hermosa, señala. "Una negra con un cuerpo escultural".
"Provenía de buena familia, clase media alta. Ambos padres eran profesionales y sus hermanos vivían en el exterior".
Estaba divorciada y tenía dos hijos. Se había graduado de administradora y tenía estabilidad económica, pero "nunca se interesó en seguir otra profesión que no fuese la artística".
"Siempre añoró ser reconocida como modelo y actriz, con aparecer en la televisión, con brillar".
Fernanda era miembro de la escuela de samba de la comunidad y allí fue donde un hombre se le acercó, la empezó a seducir y le comenzó a hablar sobre su agencia de modelaje en Japón.
"Esta persona estaba en todos los eventos de la comunidad", recuerda Paula.
"Le prometió el éxito en el exterior".
Ella se enamoró y les habló a sus seres queridos de él y de sus planes de irse a Japón.
"Tanto los familiares como los amigos le advirtieron sobre los peligros de la prostitución en el exterior, pero ella no vio más allá. Sólo escuchaba a ese hombre", evoca Paula.
Y se fue con él.
Cuando llegó a Japón, el enamorado de Fernanda cambió radicalmente su actitud.
"Le retuvo el pasaporte y la llevó al cuarto de un hotel, donde había otras tres mujeres", recuerda Paula que su amiga le contó.
"En ese momento se dio cuenta de que había caído en una trampa y que el hombre que amaba formaba parte del engaño".
Durante los primeros días, Fernanda fue llevada al sótano del hotel, donde funcionaba una red de prostitución.
"La obligaron a tener relaciones sexuales, a drogarse y a beber alcohol", asegura Paula.
"Hasta 2014, estuvo en una especie de cárcel privada, donde era violentada todos los días por diferentes personas, donde fue una esclava sexual".
A Fernanda no le gustaba recordar lo que había vivido, pero le decía a Paula que "era una pesadilla que no le deseaba a nadie".
Cuando abordaba sus miedos, contaba que sus captores "la dejaban encerrada hasta el otro día y eso, para ella, era espeluznante".
Paula no tiene claro cómo Fernanda logró librarse de sus tratantes, pero sospecha que les hizo hacer mucho dinero, con lo que habría pagado su deuda.
"Durante la primera semana que se quedó en mi casa, hice lo imposible para convencerla de presentar la denuncia ante las autoridades, pero no tuve éxito".
Tanto ella como sus padres tenían, no sólo vergüenza por lo sucedido, sino mucho miedo a posibles represalias.
Y es que los tratantes tenían mucha información sobre ellos, algo que le recordaban constantemente a Fernanda en Japón.
Paula logró que su amiga recibiera ayuda psicológica. Pero después de cuatro meses no quiso continuar.
Se dio cuenta de que Fernanda bebía mucho y usaba drogas y le sugirió a su padre que la internaran en una clínica de desintoxicación, cosa que no se materializó.
Pese a sus esfuerzos, no pudo evitar que su amiga cayera nuevamente en la maraña de la prostitución, las drogas y el alcohol.
"Por desgracia ya no tengo más contacto con ella. Sus padres, quienes están a cargo de los dos hijos que tuvo en su adolescencia, se mudaron y no dejaron rastro".
Paula ha intentado localizarlos por las redes sociales, pero no ha tenido suerte.
Fernanda simplemente se desvaneció.
"La última vez que supe de ella, seguía vendiendo su cuerpo".
Entre 2011 y 2017, el reporte del Departamento de Estado de Estados Unidos en que analiza el trabajo de decenas de gobiernos para combatir la trata de personas, ubicó a Japón en el nivel Tier 2, donde están "los países cuyos gobiernos no cumplen plenamente con las normas mínimas de la TVPA (Ley de Protección de Víctimas de la Trata), pero que hacen esfuerzos considerables para cumplirlas".
En el informe de 2018, la nación asiática logró la mejor clasificación del ranking: ascender a Tier 1, pues se considera que el gobierno cumple con las normas mínimas para la erradicación de la trata y se elogia su trabajo para enfrentar el problema.
Pese a ese reconocimiento, se advierte que "las autoridades continuaron procesando a los tratantes según leyes que imponen sentencias menores, que los tribunales frecuentemente suspendían en lugar de ordenar la encarcelación".
El reporte también indica que, en algunos casos, las autoridades detuvieron, acusaron y deportaron a extranjeros que huyeron de "condiciones de explotación (impuestas) por las agencias que los contrataron, en lugar de investigar (sus casos) y remitirlos a los servicios de protección".
"Los tratantes usan matrimonios fraudulentos entre extranjeras y hombres japoneses para facilitar la entrada de mujeres en Japón con el objetivo de forzarlas a la prostitución en bares, clubes, burdeles y salones de masajes".
Sin embargo, el consenso entre los expertos consultados por BBC Mundo es que las reformas legales para penalizar la trata de personas, así como los nuevos controles y políticas migratorias han hecho que se vuelva más arriesgado y menos rentable para la mafia traficar y tratar mujeres extranjeras en Japón.
"Por eso, los tratantes están usando cada vez más a niños y mujeres japoneses en situación de vulnerabilidad", me indicó Fujiwara.
Marcela Loaiza ha escrito libros sobre su experiencia, ha viajado a diferentes países de América Latina con las Naciones Unidas para dictar conferencias y hablar en escuelas, universidades, instancias judiciales y consulados sobre la trata.
La organización que fundó, y que lleva su nombre, tiene sedes en Colombia y Estados Unidos. Desde allí, trabaja para apoyar a sobrevivientes y promover la prevención.
"La gente puede llegar a ser muy cruel con las víctimas", reflexiona.
"Mi mamá tardó cinco años en entender lo que era la trata de personas. Me juzgaba, me decía que por qué yo me las daba de víctima y eso me causó muchos problemas".
Pero como lo hizo Marcela, su madre también aceptó recibir ayuda psicológica y eso le permitió comprender a profundidad el fenómeno de la trata.
Andrea Bravo, la directora de la fundación Marcela Loaiza en Colombia, me contó que desde su creación, hace siete años, han atendido a sobrevivientes colombianas de otras partes de Asia, no solamente de Japón.
De hecho, en octubre, la fiscalía de Colombia informó que un juez había condenado "en ausencia" a más de 30 años de prisión a una mujer acusada de manejar una red transnacional de trata.
"Las mujeres reclutadas terminaban en manos de redes de controladores de la organización criminal que las obliga a ejercer la prostitución, convirtiéndose en damas de compañía de los jefes de la mafia japonesa conocida como Yakuza, lo mismo que de empresarios extranjeros en Indonesia, Filipinas y Hong Kong".
Aunque las fuentes consultadas por BBC Mundo coinciden en que el número de víctimas latinoamericanas de trata en Japón empezó a disminuir considerablemente desde finales de la década del 2000, advierten que la dinámica de la trata internacional no permite bajar la guardia y que Asia sigue siendo un destino para mujeres vulnerables.
*Editora: Carolina Robino.
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