San José.— Kaibiles de Guatemala en México, Irak y Afganistán; tropas de élite de en Venezuela; de Perú, Chile, Argentina, El Salvador o Panamá en Yemen, Emiratos Árabes Unidos o Irak, o de Escocia e Israel en Colombia.

Pistoleros de República Dominicana en Costa Rica; comandos de fuerzas especiales en retiro de Argentina en Nicaragua, o de Colombia en Yemen y Emiratos Árabes Unidos, y terroristas de El Salvador en Cuba…

Reclutados por los cárteles de México y Colombia, del narcotráfico internacional, para conjuras políticas y militares en el hemisferio occidental o como producto de exportación e importación, los soldados de fortuna proliferaron desde el siglo XX en América Latina y el Caribe.

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El debate sobre el mercenarismo reapareció luego de que el asesinato del presidente de Haití, Jovenel Moïse, ocurrido el 7 de julio pasado, fue atribuido a una célula fuertemente armada de exmilitares colombianos del Ejército Nacional de Colombia, quienes fueron entrenados en su país y en Estados Unidos.

“Hay un gran mercado en América Latina y el Caribe de gente que se presta para este negocio”, afirmó la comunicadora social Liduvina Hernández, directora Ejecutiva de la (no estatal) Asociación para el Estudio y Promoción de la Seguridad en Democracia, de Guatemala.

“La guerra es un negocio por las ventas de armas y por el recurso humano, entrenado con fondos públicos que escasean para desarrollo y son tirados a la basura: se usan para formar personal que luego se vende para el negocio de la guerra o el de operaciones ilegales”, dijo Hernández a EL UNIVERSAL.

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Reglas claras

Concluida su fase negociadora en 1989 en la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la Convención Internacional contra el reclutamiento, la utilización, la financiación y el entrenamiento de mercenarios entró en vigor en 2001 y sólo rige en ocho países de América Latina y el Caribe.

Se trata de Surinam, Barbados, Uruguay, Costa Rica, Perú, Cuba, Venezuela y Ecuador.

La convención definió al mercenario como alguien que es contratado en su país o en el exterior para luchar en un conflicto bélico; está motivado por un beneficio personal y un sector del conflicto o, en su nombre, le promete una indemnización superior a la de combatientes de rango y tareas similares en las fuerzas armadas de ese bando.

No es nacional de alguna facción en pugna ni residente en el territorio controlado por una de las partes. Tampoco es integrante de las fuerzas armadas de uno de los grupos en disputa ni debió haber sido enviado en servicio oficial como miembro de las fuerzas armadas de un Estado que tampoco participa en la batalla.

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Es contratado en su país o en el extranjero para involucrarse en un acto concertado de violencia para derrocar a un gobierno o socavar de otro modo el orden constitucional de un Estado y su integridad territorial, y está motivado por un beneficio privado y la promesa o el pago de indemnización, sin ser nacional ni residente del Estado contra el que se dirige la acción, ni enviado oficial de otro país ni miembro de las fuerzas armadas del sitio donde se ejecute el acto.

“El mercenarismo es una consecuencia de todo este personal entrenado en seguridad, por supuesto, con dinero estatal”, dijo el colombiano John Marulanda, coronel en reserva activa del Ejército de Colombia y presidente de la Asociación Colombiana de Oficiales de las Fuerzas Militares de Colombia en Retiro.

“Esa gente queda disponible con mayor o menor entrenamiento y experiencia, y es utilizada no sólo en guerras, sino como asesores de gobiernos, consultores de grandes multinacionales y otras empresas privadas que, por su labor o actividad, necesitan seguridad”, indicó Marulanda a este diario.

Por su bagaje, “de América Latina los más solicitados son los colombianos; luego, salvadoreños, panameños y chilenos. Los latinoamericanos cuestan casi 50% de los de otros países”, como Sudáfrica, Israel, Reino Unido y EU, explicó.

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Historial

Los registros del mercenarismo regional son abundantes.

Los kaibiles, principal unidad élite del ejército de Guatemala, se pusieron al servicio por paga de los cárteles mexicanos de Sinaloa, Jalisco Nueva Generación o Los Zetas, y de empresas privadas internacionales para combatir en Irak y Afganistán.

Soldados en retiro de Estados Unidos participaron en conspiraciones en Venezuela en 2019 y 2020, y personal del mismo rango de Colombia, Perú, Chile, Argentina, El Salvador y Panamá se involucró en las guerras de Yemen e Irak y en misiones en Emiratos Árabes Unidos.

Mercenarios escoceses fueron reclutados por el Cártel de Cali, uno de los más poderosos del narcotráfico de Colombia en las décadas de 1970, 1980 y 1990, para atacar a sus enemigos del Cártel de Medellín, que, en respuesta, contrató a veteranos israelíes de fuerzas especiales.

Un comando armado de dominicanos ingresó a Costa Rica a inicios del decenio de 1970 con la misión frustrada de asesinar al entonces presidente costarricense, José Figueres Ferrer.

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Soldados argentinos penetraron en Nicaragua en la década de 1980 para atacar a la revolución sandinista. Terroristas salvadoreños colocaron bombas en hoteles de Cuba en 1997.

“Una medida que ayudaría a mitigar la práctica y tentación de muchos Estados sería que adopten la convención”, dijo la abogada venezolana Rocío San Miguel, presidenta de Control Ciudadano, organización de Venezuela sobre seguridad y defensa.

“Llama la atención que los Estados no decidan prescindir de la utilización [de mercenarios]. Asumen [el mercenarismo] como una posibilidad de usarlo en sus conflictos y sabemos las graves consecuencias”, alertó.