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Parafraseando a Karl Marx: un virus recorre el mundo. Sólo que esta vez se trata de un fantasma carente de ideología, ajeno a propósitos políticos o intenciones de cambiar el orden económico o cultural.
El fantasma es portador de noticias y lecciones importantes para la humanidad: se trata del Covid-19, que no es otra cosa más que una enfermedad transmisible, una plaga novedosa y desconocida como en su tiempo lo fueron el sida o el ébola.
Sin embargo, ha sido capaz de sacudir las relaciones internacionales, el futuro del multilateralismo, las perspectivas de la economía, la actitud de los gobernantes y hasta la vida familiar, la cultura y la convivencia social. Hay que decirlo claro: un fenómeno que debió ser atendido por los grandes científicos y médicos del mundo terminó siendo manoseado y distorsionado por los políticos, los instintos nacionalistas, los medios y los intereses económicos más obtusos.
La pandemia pudo atenderse como si llegaran unos invasores extraterrestres a la Tierra, como un enemigo de la humanidad al cual deberíamos enfrentar de manera colectiva, con unidad de propósitos y sentido de supervivencia.
El virus puso al desnudo el tipo de sociedades y organizaciones que hemos construido. Es bastante irónico y alarmante lo que está ocurriendo. Estados Unidos, el país que cuenta con el elenco más grande y sofisticado de científicos e investigadores en el mundo es el que suma más muertes y contagios.
Los criterios políticos, la ignorancia y el apetito electoral del presidente en turno derivaron en esa fatal conclusión. El personaje que está por abandonar la Casa Blanca terminó siendo cruel con su pueblo, con los muertos que lleva a cuestas por su actitud de displicencia, por marginar a los epidemiólogos y expertos, y buscar una buena excusa —según él— para exacerbar el odio hacia China y lograr su reelección.
Lamentablemente Trump no está solo en este mundo. En América Latina, los dos países con más muertes y contagios, México y Brasil tienen en común que la ciencia y la sabiduría médica también han sido relegadas por la política. El signo ideológico de sus gobiernos no ha marcado una diferencia en los resultados: la derecha brasileña o la izquierda mexicana arrojan saldos similares frente al virus.
Los chinos, en cambio, aplicaron la máxima de Deng-tsiao Ping: “No importa si el gato es negro o es blanco, mientras sea capaz de cazar a los ratones”. El resultado de aplicar protocolos científicamente probados, realizar pruebas de manera masiva, hacer obligatorio el uso de tapabocas e intervenir con apego a la práctica médica conducirá a que China crezca más de 2% en el peor año para la economía mundial en un siglo y, sobre todo, que hayan logrado doblegar el índice de contagios de un virus que nació en su territorio.
La epidemia puso en relieve que por encima de los sesgos ideológicos existen principalmente dos tipos de gobiernos: los que funcionan y los que no. Esto va más allá de una cuestión de recursos. Estados Unidos posee mucha riqueza y un presupuesto enorme, pero lleva muchos años (no fue sólo Trump) reduciendo inversiones en salud, educación e infraestructura. Resulta muy popular disminuir el pago de impuestos hasta que llega una crisis como la del Covid.
Nuestra América Latina, en palabras de Carissa Etiénne, directora de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), “superó a Europa y a Estados Unidos en el número diario declarado de infecciones por coronavirus, y sospechamos que las cifras son incluso más altas. No hay duda: nuestra región se ha convertido en el epicentro de la pandemia”. A la devastación sanitaria habrá que sumarle el deterioro económico que se avecina.
De acuerdo con el BID, Latinoamérica perderá los avances logrados en los últimos 20 años, con una contracción económica de 8% en promedio para la región. Con esta pérdida de empleos, inversiones y ahorros, el escenario que anticipa el BID es de mayor desigualdad, caída de la producción, protestas, inestabilidad política y mayor criminalidad. Los líderes de la región deberían ser los primeros preocupados en aplicar estrategias que atemperen estos graves efectos. A pesar de ello, los gobiernos destacan por carecer de planes nacionales para enfrentar la crisis actual y la que se avecina.
La incapacidad para generar buenos resultados no es dominio único de los gobiernos. La crisis por Covid deberá movilizar a la comunidad internacional a revisar el funcionamiento y las atribuciones de instituciones como la Organización Mundial de la Salud (OMS) y, de manera más amplia, de las órganos multilaterales. Ha quedado en evidencia que la OMS no cuenta con los recursos ni las facultades para atender una pandemia como la que hoy tiene de cabeza al mundo. La comunidad internacional no le ha otorgado las atribuciones ni las capacidades para alinear los esfuerzos globales de manera eficaz y coherente.
Desde que el virus empezó a esparcirse desde Wuhan hacia el mundo, la OMS dio muestras de incapacidad para aislar a los enfermos y reducir la tasa de contagios. No posee los atributos supranacionales que le hubieran permitido exigir al gobierno de China la aplicación de ciertos protocolos y medidas que pudieran evitar que el virus se esparciera por toda la Tierra.
Conforme la onda expansiva del Covid fue ampliándose, primero al cercano oriente y después hacia Europa, las recomendaciones de la OMS se toparon con un enfoque nacionalista en el que inicialmente se buscó evadir cualquier culpa en la gestación y la propagación de la enfermedad, se pasó después a repartir culpas y ahora estamos en una fase de nueva competencia por saber quién será el campeón mundial de las vacunas. La organización ha quedado rebasada e incluso debilitada con el retiro de Estados Unidos de ese organismo.
La pandemia debería ser un llamado urgente para que la comunidad internacional revise las estructuras que posee para hacer frente a ese tipo de fenómenos que no reconoce fronteras, pero afectan a todo el mundo. La cojera de la OMS y la ausencia de facultades para la aplicación de medidas de carácter obligatorio son evidentes en los organismos multilaterales encargados del medio ambiente, de los derechos humanos, de equidad de género, explotación de los mares o de combate al crimen organizado transnacional. En estos asuntos, que por su naturaleza ningún Estado puede resolver de manera unilateral, se requiere cada día más de la convergencia de propósitos, la aportación de recursos y de voluntad política para pasar de los consejos a las decisiones.
Dentro de este oscuro panorama habría ciertas razones para el optimismo. El Renacimiento no podría explicarse sin la devastación que generó la peste negra. La revolución cultural de los años 20 del siglo pasado sería imposible de comprender sin el fin de la Primera Guerra Mundial y las muertes provocadas por la gripe española. El nacimiento de la ONU surgió de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial y, a pesar de sus limitaciones y deficiencias, ha sido un factor clave para evitar una nueva conflagración de alcance global.
Bajo esta lógica, debemos prepararnos para enfrentar una de las décadas más difíciles para el mundo, pero debemos estar atentos a una nueva etapa de evolución de la humanidad, de sus sistemas políticos, de nuestra forma de vida y de organismos internacionales capaces de ordenar esfuerzos colectivos. Sólo entonces sabremos a ciencia cierta si el fantasma del Covid fue el detonador de una nueva era.
*Internacionalista