Liz Truss pasará a la historia como la primera ministra que menos tiempo duró en el cargo… hasta ahora. Apenas 45 días. Las malas decisiones mataron su carisma.

Lo que ocurrió la semana pasada en Reino Unido fue una bola de nieve que comenzó a formarse mucho antes, desde el gobierno de Boris Johnson. La pandemia de Covid-19, la crisis energética derivada de la guerra en Ucrania, el alza de precios, y una sociedad británica más que harta. Ese fue el escenario que recibió Truss para iniciar su gestión.

No pasó del primer acto, uno plagado de malas decisiones y errores. A decir de varios conservadores, empezando por el futuro premier británico, Rishi Sunak, fue una pésima decisión elegir a Truss. Sus propuestas económicas, advirtió el exministro de Finanzas, eran la receta perfecta para el desastre.

La primera ministra se quedó huérfana de reina apenas dos días después de haber asumido el cargo. Pero la empatía que pudo sentir el pueblo británico hacia una mujer que llegó al poder para apagar los fuegos y escándalos que le heredó Johnson duró lo que el funeral de Isabel II.

El anuncio de recortar masivamente impuestos, a un costo de 30 mil millones de libras esterlinas, eliminar el impuesto a las grandes empresas y reducir los gravámenes ecológicos en las facturas energéticas, a costa de endeudar —más— al gobierno, fue su perdición. La libra cayó a mínimos históricos y se generó una inestabilidad tal que incluso los conservadores exigieron su cabeza.

Truss optó por sacrificar a su ministro de Economía, Kwasi Kwarteng, pero no bastó. Que una televisora decidiera poner a competir a Truss con una lechuga a ver quién duraba más era un indicio de lo mal que iban las cosas para la primera ministra.

Truss se convirtió en la cuarta primera ministra en caer desde el Brexit de 2016: David Cameron, Theresa May, Boris Johnson cayeron antes que ella. Todos, defensores de la salida de Reino Unido de la Unión Europea. Se habla, por ahí, de la “maldición del Brexit”. Pero no hay tal maldición. Reino Unido enfrenta una crisis no sólo económica, sino de credibilidad. Después de los escándalos de Johnson, los británicos esperaban un poco de sensatez, seriedad y soluciones a los problemas del país. Truss pensó que tenía tiempo de intentar primero medidas populares. Se equivocó.

Ahora será el turno de Sunak. El dilema del exministro de Finanzas, partidario también del Brexit, es que tiene todavía menos tiempo que su antecesora. Los británicos quieren soluciones y las quieren ya. Los conservadores se juegan, quizá, su última carta. No pueden darse el lujo de equivocarse de nuevo. Los laboristas y liberales demócratas reclaman con una voz cada vez más fuerte un cambio del partido en el poder. Los magros resultados de los gobiernos conservadores les dan razón y fuerza. Las oportunidades se agotan y el pueblo paga el precio.

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