E l 13 de septiembre, Mahsa Amini, una iraní kurda de 22 años, fue detenida por la policía de la moral, que la acusó de llevar mal puesto el velo. El video donde se ve cómo es maltratada y detenida se volvió viral.
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Tres días después se anunciaba la muerte de la joven, en el hospital, bajo custodia, tras caer en estado de coma. La familia acusó a la policía de asesinar a Amini y denunció los golpes que tenía el cuerpo de su hija. Las autoridades alegaron que la detenida sufrió un infarto y negó cualquier responsabilidad.
El caso encendió una mecha en Irán como no se había visto en años. Las mujeres perdieron el miedo y salieron a las calles a reclamar su derecho a decidir si llevar el velo o no. Para mostrar su enojo, quemaron sus hiyabs, y grabaron videos cortándose el cabello, en señal de duelo. Otras se raparon la cabeza.
“Mujeres, vida y libertad” se convirtió en el clamor generalizado, junto con el de “Muerte al dictador”. Las protestas se extendieron a las universidades, donde los varones se sumaron a sus compañeras, desafiaron la norma que separa a hombres y mujeres, quemaron velos y reclamaron el fin de la represión.
Pronto, la mecha que encendió Amini se convirtió en algo más: miles de iraníes comenzaron a reclamar no sólo más libertades para las mujeres, sino la caída del régimen Ebrahim Raisi, quien por toda respuesta llamó a las fuerzas de seguridad a “actuar con firmeza”.
Los efectivos reprimieron las protestas. Desde septiembre han muerto unas 500 personas, incluyendo 44 menores, 34 de ellos por arma de fuego, según Amnistía Internacional; 18 mil han sido detenidas; 400 han sido condenadas a penas de prisión sólo en Teherán; 11 han sido sentenciadas a la horca —CNN alega que son casi medio centenar— y dos ya han sido ejecutadas, incluyendo una que fue colgada de una grúa, en público, para dar una lección a todos aquellos que quieran desafiar al régimen.
La comunidad internacional ha reaccionado con una ola de sanciones para la policía de la moral, para la fiscalía y otras figuras. Sin embargo, hasta ahora la reacción más concreta ha sido la expulsión de Irán, el pasado 14 de diciembre, de la Comisión de la Mujer de Naciones Unidas. El Consejo de Derechos Humanos anunció asimismo la formación de una misión formada por tres mujeres para investigar las violaciones de derechos humanos en el país persa. El régimen iraní no ha cedido ni un ápice. Antes bien, ha acusado a Estados Unidos y otras potencias “enemigas” de atizar las protestas y buscar la caída del gobierno.
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A pesar del medio millar de muertos, pocos casos han hecho levantar la voz de los gobiernos. Después del de Amini, el que más ha atraído la atención es el del futbolista Amir Nasr-Azadani, detenido por participar en las protestas, acusado del asesinato de tres oficiales de seguridad, incluidos dos miembros voluntarios de la milicia Basij, durante las protestas en Isfahan del 16 de noviembre, algo que él niega. Futbolistas y artistas han alzado la voz, ante la posibilidad de que sea ejecutado en los próximos días.
El régimen iraní se mantiene firme en sus políticas sobre el uso del velo y en general las restricciones que se aplican a las mujeres en el país, a pesar de que las protestas son el principal desafío que enfrentan desde la Revolución Islámica de 1979 y han derivado en una serie de huelgas en el país.
El ayatola Alí Jamenei defiende el status quo, pero en estas protestas se ha mantenido como una figura distante debido a su frágil estado de salud. Una situación que se añade a la inestabilidad en Irán, y que ha desatado un debate por la sucesión de quien es la figura más poderosa.
El régimen no cede, pero los manifestantes tampoco. “Estamos cansadas”, “Queremos un país libre”, son algunas de las frases que se oye decir a los iraníes. “El hiyab fue el inicio y no queremos nada menos, que un cambio de régimen”, dijo una manifestante en una protesta. La mecha se mantiene encendida, más viva que nunca y en 2023 la “revolución del hiyab” podría dar nuevas sorpresas.