Con 21 países visitados y más de 50 reuniones bilaterales en tan solo nueve meses de gestión, el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva parece haberse adjudicado la disputada batuta del liderazgo latinoamericano de izquierda. Su ambición no se limita a esta región geográfica, sino que busca también disputar con Narendra Modi la posición de vocero del sur global. Con cada “Brasil está de vuelta” pronunciado en un foro internacional, Lula busca restaurar el poder blando del país, perdido durante el periodo Bolsonarista, a la vez que se plantea la no menor tarea de contribuir a la reconfiguración del orden mundial actual.
Sin embargo, esta apuesta por el multilateralismo no está libre de desafíos y vicisitudes. Resulta difícil conciliar una supuesta neutralidad y apertura cuando la cercanía con China, su mayor socio comercial, se encuentra de por medio. Así mismo, la contradicción entre la defensa de los valores democráticos y la cercanía que mantiene con regímenes autoritarios como los de Venezuela, Nicaragua, Cuba y Rusia ha puesto sus esfuerzos en entredicho. Lula entiende bien la importancia de posicionar a su país como un actor global y la activa diplomacia presidencial que esto implica. Pero una política exterior “queda bien” empañada de tintes ideológicos es poco viable en un contexto geopolítico fragmentado que exige tomar bandos claros. En este sentido, los vecinos del gigante sudamericano que hoy parecen desdibujados de la escena internacional tendrían que evaluar, o contrarrestar, aquello que el liderazgo de Lula representa.