Bruselas.— Un año después de que el puerto de Beirut se convirtiera en un verdadero infierno a causa de la explosión desencadenada por el mal manejo de miles de toneladas de nitrato de amonio almacenadas en un hangar, Líbano está al borde de convertirse en un Estado fallido.
“La posibilidad de que el Líbano se convierta en un ‘Estado fallido’ es cada día más real. Líbano necesita más que nunca de ayuda internacional”, afirma Rabih Torbay, presidente de la organización humanitaria Project HOPE. “Sin embargo, esto no será suficiente mientras no se encuentren soluciones dentro del país. Líbano debe romper con su endémica incapacidad política, porque el país ya se está quedando sin opciones”.
La pequeña nación enfrenta una crisis económica no vista desde su independencia, en 1943. La situación se ha deteriorado de manera permanente desde octubre de 2019, cuando estallaron protestas en todo el país como resultado de la crisis económica y un sistema de corrupción y sobornos.
La devastadora explosión que destruyó gran parte de la capital terminó por personificar el colapso de las instituciones públicas, el cual ha sido constante desde que terminó la guerra civil en 1990, de acuerdo con el Índice de Normandía 2021, estudio elaborado por Elena Lazarou y Branislav Stanicek, del Servicio de Investigación del Parlamento Europeo. En tanto, la pandemia vino a ser la estocada: la economía registró un desplome de 20.3% en 2020, y el Banco Mundial proyecta para el año un declive adicional de 9.5%.
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Desde la tragedia por negligencia, la vida se ha vuelto más insoportable para millones de libaneses. La moneda nacional se encuentra en un mínimo histórico, ha perdido alrededor de 90% de su valor, según cálculos de la Eurocámara, mientras que los salarios se han desplomado a mínimos mundiales.
En promedio, el ingreso equivale a 675 mil libras libanesas, escasamente 30 dólares, es decir, dos veces menos que el salario mínimo mensual en la República Central Africana, 63 dólares, y la República Democrática del Congo, 55 dólares.
Esta situación ha llevado a que más de 55% de la población esté “atrapada en la pobreza y luchando por satisfacer sus necesidades básicas”, el doble en comparación con 2019, según la Comisión Económica y Social de las Naciones Unidas para Asia Occidental. La infancia está pagando un alto precio: un tercio de los niños libaneses padece hambre y 77% de los hogares enfrenta escasez de alimentos, alerta el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF).
A esta situación se añade el colapso de las finanzas públicas, el cual se ve reflejado en hospitales sin medicinas ni oxígeno, cortes a los suministros de electricidad y el retiro paulatino de subsidios a los productos más elementales. La gran mayoría de la población hoy subsiste de sus familiares que viven en el extranjero, quienes envían dinero y artículos básicos, como medicinas y alimentos para bebés.
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“Hace un año, una enorme explosión envió una onda expansiva a través de Beirut, trayendo muerte, destrucción y miedo por un futuro que ya era sombrío. Doce meses después, todo el país se ha puesto de rodillas”, sostiene Torbay, experto en manejo de emergencias.
“El Líbano se ha convertido en una pesadilla viviente de proporciones surrealistas”, asegura. Yukie Mokuo, representante de UNICEF en Líbano, advierte que la crisis humanitaria está por complicarse aún más ante el inminente riesgo de que 71% de la población se quede sin acceso a agua potable. Preocupa que la mayor parte del bombeo de agua pare gradualmente en el país en las próximas cuatro semanas.
“La actual crisis económica está destruyendo el sector del agua, incapaz de funcionar debido a los costos de mantenimiento dolarizados, el desperdicio por fugas de agua, el colapso de la red eléctrica y la amenaza del aumento de los costos del combustible”, sostiene Mokuo.
La pérdida de acceso al suministro público de agua podría obligar a las personas a tomar decisiones extremas, como abandonar el hogar, fenómeno en ascenso. Líbano se ha caracterizado por ser destino de desplazados, particularmente sirios. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) calcula que la población siria asciende a 1.5 millones. Por lo regular, en términos de calidad de vida, la condición de los sirios es mucho peor que la de los anfitriones.
Al colapso económico, la pandemia y las secuelas de la explosión de agosto de 2020 habría que agregar las fuentes tradicionales de inestabilidad: una es la falta de consenso político. El vacío de poder generado por la dimisión del premier Hassan Diab, como consecuencia del desastre de hace un año, provocó un vacío institucional que ha sido clave para frenar todo intento por implementar un plan de rescate económico internacional.
El pasado 26 de julio, Najib Mikati fue nombrado primer ministro, designado con la encomienda de formar gobierno, pero al ser el hombre más rico del país algunos lo asocian a la oligarquía corrupta que ha saqueado durante años a la nación.
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En 2019, la fiscalía del Estado lo acusó de enriquecimiento ilícito, cargos que rechaza Mikati, quien ha sido primer ministro en dos ocasiones, en 2005 y de 2011 a 2014. “No tengo una varita mágica y solo no puedo hacer que sucedan milagros”, declaró Mikati con relación a la abrumadora tarea de sacar al Líbano de lo que el Banco Mundial describe como una de las peores crisis financieras del mundo en más de 150 años. El calendario prevé elecciones generales en 2022.
La otra vertiente de inestabilidad tiene que ver con la ubicación geográfica. El país se encuentra en el centro de las luchas de poder entre los tres mayores actores de peso regional: Israel, Arabia Saudita e Irán; este último, patrocinador de Hezbolá, organización armada islámica chiita clasificada por la Unión Europea como terrorista.