No cabe duda que hay políticos con suerte. Uno de ellos es el primer ministro británico, Boris Johnson. Cada vez que parece que está a punto de caer, demuestra que, al igual que los gatos, tiene siete vidas. Lo que para cualquier periodista habría sido el fin —ser despedido por inventarse una cita—, para él no fue sino un resbalón en una carrera que lo llevó a dirigir The Spectator. Cuando decidió entrar al mundo de la política, su desparpajo, su cabello indomable, le ganaron las simpatías de muchos.

En 2006, el “ministro en las sombras” del primer ministro David Cameron dejó huella, pero no precisamente por sus gestiones con la oposición, sino por decir que el “Partido Conservador se ha habituado a las orgías de canibalismo y matanza del jefe al estilo de Papúa Nueva Guinea”. Por ello tuvo que disculparse ante el país ofendido. “Boris siendo Boris” comenzó a convertirse en una frase común para describir los deslices —sí, quizá también los amorosos— de Johnson. Aun así, llegó a la alcaldía en 2008, impulsado por su carisma, y su instinto político.

Las boris bikes, la prohibición del consumo del alcohol en el transporte público lo volvieron una figura popular. Incluso el ridículo cuando quedó suspendido de un cable en su “celebración” de la primera medalla de oro británica en los Juegos Olímpicos de 2012 de los que fue anfitrión cayó bien entre la población. Sólo era “Boris, siendo Boris”.

Johnson, el diputado que en 2016, en plena batalla por el Brexit llamó al estadounidense Barack Obama un “presidente medio keniano”, supo ver en esa crisis la oportunidad de su vida. No le importó decir verdades a medias, o hacer promesas imposibles de cumplir, para apoyar la separación británica de la Unión Europea (UE).

Tras haber pasado por el Ministerio de Relaciones Exteriores, terminó en el puesto más preciado, el de primer ministro, en 2019. La suerte no ha abandonado al “Trump británico”, que ha vivido meses convulsos. El mal manejo de la pandemia de coronavirus en los primeros meses, cuando la minimizó hasta que los muertos se acumularon y él mismo terminó en el hospital, le hicieron “lo que el aire a Juárez”.

“Va a caer”, corearon muchos cuando se le acusó de corrupción y favoritismo con algunas empresas privadas. Los gastos excesivos en la remodelación de su residencia oficial tampoco hicieron mella, ni un viaje al Caribe financiado por un millonario. Boris “teflón”, se le llamó. Luego empezaron las fotos, los videos, uno tras otro. El primer ministro y su equipo de fiesta, mientras el resto de los británicos se encerraban en sus casas, sin ver a sus familias, respetando las normas de confinamiento. “Boris siendo Boris” dijo que eran “reuniones de trabajo”. “Renuncia”, le exigió la oposición. Pero cuando parecía estar cerca del fin, un evento inesperado le dio nuevos aires: la invasión de Rusia en Ucrania no sólo ha acaparado la atención. También le ha permitido mostrarse al lado de otros líderes europeos, plantando cara a Vladimir Putin.Todo indica que, otra vez, Boris Johnson ha logrado caer de pie.

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