Bruselas, Bélgica.- La primera pandemia por coronavirus no apagó los hornos de la panadería Sint Paulus. El negocio familiar sigue operando como lo ha venido haciendo desde su fundación hace seis décadas en una vieja casa habitacional de la ciudad medieval de Brujas.

La actividad de sus cinco sucursales en Bélgica y una en Sluis, Holanda, contrasta con el fantasmagórico ambiente de las calles y los cartelones de cerrado que exhiben centenares de establecimientos como resultado del encierro decretado para contener el coronavirus.

“Somos conscientes de la peligrosidad del virus, pero en ningún momento nos planteamos la posibilidad de cerrar”, dice a EL UNIVERSAL Annelies Wuytack, quien simboliza tres generaciones de panaderos.

“Sabemos que tenemos una responsabilidad, la de permitir que llegue a la mesa el pan de cada día, ¡Literal!”, precisó.

“Al mismo tiempo estamos muy contentos de poder abrir y servir a nuestros clientes, es realimente un privilegio”.

El gobierno presidido por la primera ministra, Sophie Wilmes, activó la fase dos de la emergencia sanitaria contra el coronavirus el 14 de marzo, y cuatro días más tarde elevó la alerta a un completo confinamiento, similar al decretado en Italia, España y Francia.

La medida paralizó por completo la actividad productiva, con la excepción de los rubros más esenciales, como es la producción de pan, un alimento básico de la dieta de los belgas.

De acuerdo con el Instituto para el Pan y la Salud, los belgas consumen al año aproximadamente 52.9 kilogramos de este alimento. La  agencia nacional de estadísticas Statbel, estimó en 2018 que había una panadería o pastelería por cada mil 900 habitantes.

“Me imagino que el pan es para los belgas lo que la tortilla es para los mexicanos. Para un belga ir a la panadería es parte de un ritual cotidiano”, sostiene Annelies de 28 años.

Para mantener las puertas abiertas en estos días excepcionales, Sint Paulus ha tenido que implementar medidas extraordinarias de seguridad e higiene, más allá de la producción de sus panes artesanales y clásicos pastelillos.

Como máximo pueden entrar al establecimiento cuatro personas, conservando una distancia mínima de 1.5 metros cada una. Se recomienda ir solo y pagar de preferencia vía electrónica.

El personal trabaja con tapabocas y guantes; y en los próximos días operarán detrás de una barrera de plástico para reducir al máximo el contacto con los clientes. Todo el establecimiento es descontaminado al término de la jornada.

Como medida adicional, al volver a casa, antes de abrazar a su hija y su marido Laurent, Annelies toma una ducha y mete a la lavadora su ropa de trabajo.

En los primeros días de la emergencia sanitaria, las compras de pánico vaciaron los anaqueles. Después bajó la clientela, aunque los que venían compraban más.

Al paso de las semanas la situación se ha complicado, por un lado, la demanda cayó por el cierre de restaurantes y cafeterías, y por el otro los costos se mantienen, como el alquiler de los establecimientos y los salarios del personal, unas 50 personas.

“Todo lo que ha ofrecido el gobierno lo hemos pedido, porque no sabemos cuánto tiempo va durar, puede ser hasta mayo, junio o todo el verano. En Holanda tenemos derecho  a 4 mil euros, a pedir el aplazamiento de impuestos y a posponer el pago del préstamo que pedimos para la remodelación del año pasado”, explica.

Más allá de las cuestiones laborales, a Annelies le angustia no poder ver a sus abuelos, que por su edad figuran entre los más vulnerables ante la enfermedad.  

“Yo no tengo miedo, pero mi abuelo tiene 92 años y no lo quiero exponer”, sostiene.

Igualmente incomoda presenciar el aumento de un discurso nocivo y divisorio, y que antes sólo había escuchado del presidente estadounidense Donald Trump.

Considera que la crisis de coronavirus despertó el fantasma de “mi pueblo primero” y una retórica negativa en la que se buscan culpables con base a nacionalidad o procedencia. Lo preocupante que haya gente que todavía no entienda que todos vamos en el mismo barco, y que el virus no tiene fronteras ni distingue nacionalidad.

Pero entre la desgracia desencadenada por la epidemia, la joven emprendedora también rescata lecciones positivas.

“Nos ha llevado a poner los pies sobre la tierra, a valorar lo más preciado de la vida, no son cuestiones materiales, ni qué hacemos o a dónde vamos, sino la salud y la familia”, reflexiona.

“Hay un retorno a lo básico. El verdulero, carnicero y panadero son profesiones esenciales y hoy son más apreciadas que antes”.

 “La gente es menos quisquillosa, se conforma con lo que hay. Si queda solo un pan, se lo llevan aunque no sea el de su preferencia”.

Además ve mayor solidaridad por parte del consumidor, una tendencia a “consumir local”, a apoyar los comercios del barrio frente a los grandes almacenes y la competencia online.

“¿Qué haré cuando termine la cuarentena? Primero iré a visitar a mis abuelos, y después a un restaurante a disfrutar de la vida”, afirma.

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