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La inmensurable belleza de la coherencia

Octavio Paz fue un espíritu acostumbrado al aire puro, diáfano y enrarecido de las grandes alturas

Octavio Paz, apóstol de la literatura mexicana y también de la literatura universal, Premio Nobel de Literatura en 1990 y Premio Cervantes en 1981. Foto: Archivo/ EL UNIVERSAL
15/12/2023 |07:39

*Óscar Arias Sánchez

Latinoamérica nos ofrece el ejemplo de un poeta, intelectual, pensador y diplomático que se distinguió por su libertad e independencia ideológica. Octavio Paz, apóstol de la literatura mexicana y también de la literatura universal, Premio Nobel de Literatura en 1990 y Premio Cervantes en 1981, es una de las glorias de México y de las más bendecidas plumas que ha engendrado esta parte del mundo.

Integrante, por razones generacionales y puramente cronológicas del boomlatinoamericano, supo distanciarse de los radicalismos políticos que muchos de los escritores de este movimiento enarbolaron. Era, en el sentido más puro de la palabra, un hombre libre, toda vez que la libertad comienza siempre por ser libertad de pensamiento, y luego lo es de la palabra y la acción.

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Octavio Paz comenzó militando como joven escritor de izquierda, pero tan pronto se enteró del horror de los gulags (este genocidio emergió a la luz pública después de la muerte de Stalin, en 1953), abjuró de su línea de pensamiento político y enderezó el rumbo de sus naves.

Muchos no le perdonaron este acto de “deserción” ideológica. Ante la evidencia del horror de los gulags recapacita, y redirige sus buques en pos de otros litorales. Tuvo la humildad necesaria para declararse equivocado y cambiar la dirección de su brújula ideológica.

Años más tarde, después de leer el Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solzhenitsyn, publicó en marzo de 1974 en la revista Plural el maravilloso ensayo Polvos de aquellos lodos, testimonio histórico sobre la represión del pueblo ruso. Pero esa pesadilla histórica que fueron los gulags no constituyó la única ocasión en la que mostró al mundo la incorruptible reciedumbre de su madera humana.

Cuando estalló la matanza de Tlatelolco (en la plaza de las Tres Culturas), el 2 de octubre de 1968, poco antes de los juegos olímpicos de México, Octavio Paz era embajador en Nueva Delhi. Tan pronto la noticia llegó a sus oídos, presentó su renuncia irrevocable como diplomático. Fue el único miembro del cuerpo diplomático mexicano que tuvo el valor necesario para dimitir y expresar con ello, de manera enfática, su condena al genocidio perpetrado por Díaz Ordaz.

Más de 300 personas perecieron en esa aciaga tarde, víctimas de las metrallas y fusiles del Ejército mexicano y el grupo paramilitar Batallón Olimpia. Una de las grandes orgías de sangre del siglo XX.

Octavio Paz fue un espíritu acostumbrado al aire puro, diáfano y enrarecido de las grandes alturas. Un aristócrata del pensamiento, uno de los poetas más universales de la historia de la literatura, un ensayista especializado en la búsqueda de la identidad mexicana, en la definición misma de eso que podríamos llamar “mexicanidad”.

Calificó célebremente al pueblo mexicano como una estirpe atrapada en El laberinto de la soledad. Una descendencia abrumada por el recelo y la desconfianza, cuya capacidad de amar sucumbe en la emboscada de un hermetismo primitivo.

El Premio Nobel de Literatura inicia el segundo ensayo de aquel libro con estas sombrías palabras: “Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro, máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse”.

La sombría descripción evoca los nopales que crecen en esa tierra. Nos invita a imaginar a los mexicanos, y por extensión a todos los latinoamericanos, como seres ásperos y punzantes, que en medio de la arena y las rocas se levantan defensivos, envueltos en su inmensa soledad.

Los hombres cactus de Octavio Paz, y de tantos otros retratos del ser latinoamericano, quizás existieron en algún momento de nuestra genealogía, y quizás existen todavía en muchos pueblos de nuestra América, curtidos por el dolor y la pobreza, por la enfermedad y el temor.

Octavio Paz fue, por encima de todo, un hombre coherente y sólido como el granito. Un hombre “para todas las estaciones” ―como le decían a Tomás Moro, quien prefiere entregar su cabeza al verdugo de palacio antes que validar las guarrerías de Enrique VIII―. Jamás se arrodilló ante los partidos políticos y las ideologías de uno u otro color y creía que los poetas debían mantenerse al margen de las militancias políticas y religiosas.

Estuvo en Costa Rica en diversas ocasiones. Recuerdo una entrevista televisiva que le hizo Luis Burstin en su programa Debates, en la que se expresó con la serena y lúcida elocuencia que lo caracterizaba. Era elegante y distinguido en todas las esferas de su vida: su manera de hablar, sus gestos, su tono de voz, su estilo vestimentario, su espléndida melena plateada, su discurso pausado y bien razonado.

Era un hombre que honraba la noción griega del logos, esto es, de la palabra en tanto que palabra perfectamente ponderada, elegida, razonada: una especie de milagrosa coincidencia entre el pensamiento y su formulación verbal y conceptual.

Octavio Paz es residente de mi museo íntimo de la belleza literaria, de la poesía ―con toda la magia y el misterio que le es inherente― y el ensayo ―grávido de conceptos y hondas reflexiones―. Sin duda alguna, uno de los más grandes títulos de gloria de las letras universales y una portentosa secuoya en el tupido bosque de la literatura latinoamericana.

Uno de sus más egregios rasgos es su aceptación gozosa del carácter híbrido de la sociedad y la cultura mexicanas. Celebró el multiculturalismo, aceptó la hibridez y la duplicidad del alma mexicana: en El laberinto de la soledad, escrito en 1950, es decir, 17 años antes de Cien años de soledad, propone una aventura intelectual de gran audacia, en busca de la identidad de México. Lo que Paz concluye es que esa identidad solo puede ser múltiple: un mosaico de culturas.

Es un hombre de espíritu abierto que acoge todas las influencias, hace acopio de ellas y modela con esta formidable materia prima su obra literaria y filosófica. Porque es un poeta filósofo, como lo fueron Machado, Borges, Valéry, Mallarmé, Unamuno y León Felipe.

La palabra de este gran poeta representa una síntesis perfecta entre pensamiento y belleza. Es el equilibrio absoluto entre el pensamiento discursivo y el lirismo poético. El mundo del razonamiento y el mundo del onirismo, de la magia, de la pura belleza sonora del verso se dan la mano en su obra.

Bebió de las más pródigas urnas de la literatura del siglo XX: rozó el surrealismo, el dadaísmo, el fluir de la conciencia, la escritura automática, el existencialismo, los diversos vanguardismos de las tres primeras décadas del siglo XX; jugó con los pictogramas en sus Topoemas, en los que crea una escritura que es al mismo tiempo dibujo, algo parecido a lo que proponen los jeroglíficos del antiguo Egipto o los ideogramas de la escritura china.

En cierto modo, toda escritura es dibujo, y todo dibujo es escritura: un dibujo en el que la línea se interrumpe para dar forma a cada diferente letra.

Su ensayo El arco y la lira propone que el ritmo es el principio estructurador del cosmos, y por lo tanto también de la poesía. Ritmo de los astros en el firmamento, ritmo de los ciclos de la luna, ritmo de las danzas guerreras y de apareamiento, ritmo de los ritos agrícolas, ritmo de la música, ritmo de las estaciones, ritmo del pálpito cardíaco… Para Octavio Paz, el ritmo tiene un papel cosmogónico, no únicamente musical o poético.

Cuando lo leo siento que mi alma se limpia, que mis pulmones se hinchan con un aire más puro y transparente, que me pongo en contacto con lo mejor de la naturaleza humana. No ceso de preguntarme si era más pensador o poeta. La respuesta es que el pensamiento puede ser eminentemente poético y la poesía puede ser riquísima en pensamiento.

La poesía es un instrumento privilegiado para conocer el mundo, para desentrañar sus más arcanos secretos, tiene un inmenso valor gnoseológico, va mucho más allá de la versificación hábil y gratificante al oído. Al igual que la ciencia, intenta descifrar la realidad, pero lo hace con otras herramientas.

A Octavio Paz lo conocí en la capital mexicana en 1987, el año en que firmamos el Plan de Paz y recibí el Premio Nobel de la Paz. Conversamos durante muchas horas. Se dio cuenta de que yo conocía buena parte de su obra. Me hizo un regalo que atesoro hasta el día de hoy: la totalidad de sus obras que publicó el Fondo de Cultura Económica y la colección completa de su revista Vuelta.

Termino con una breve cita de su artículo “La democracia en América Latina”, publicado en Vueltaen junio de 1982: “La arquitectura es el espejo de las sociedades. Pero es un espejo que nos presenta imágenes enigmáticas que debemos descifrar. Contrastan la riqueza y el refinamiento de ciudades como México y Puebla, al mediar el XVIII, con la austera simplicidad, rayana en la pobreza, de Boston o de Filadelfia… lo que en Estados Unidos era amanecer, en la América hispana era crepúsculo. Los norteamericanos nacieron con la Reforma y la Ilustración, es decir, con el mundo moderno; nosotros, con la Contrarreforma y la neoescolástica, es decir, contra el mundo moderno. No tuvimos ni revolución intelectual ni revolución democrática de la burguesía”.

*Óscar Arias Sánchez fue presidente de Costa Rica de 1986 a 1990 y de 2006 a 2010 y obtuvo el Premio Nobel de la Paz 1987 por su labor para pacificar a Centroamérica

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