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El muchacho parece que estuviera durmiendo, pero está muerto hace 14 años.
Murió el 12 de octubre de 2006. Pero hoy se ve como si descansara plácidamente: la piel de porcelana, los ojos cerrados, las cejas gruesas y delineadas, el pelo negro abundante, las manos entrelazadas por una camándula sobre el estómago y vestido con una sudadera y unos tenis azules marca Nike. Su cuerpo, aparentemente incorrupto, es exhibido para el culto público dentro de una tumba con una ventana de cristal.
El muchacho se llamaba Carlo Acutis y fue beatificado el pasado sábado 10 de octubre en la ciudad italiana de Asís. Nació en Londres el 3 de mayo de 1991, aunque sus padres, que estaban de visita en esa ciudad, son de la región de Lombardía, en Italia . Aficionado a la programación computacional, falleció a los 15 años a causa de una leucemia mieloide. Desde pequeño demostró ser muy creyente. Rezaba y ayudaba en obras sociales con refugiados y migrantes. Decía que la Virgen María era la única mujer de su vida.
Muy pocas veces los temas religiosos acaparan la atención de los medios de comunicación. Pero su caso aterró al mundo. ¿Un cuerpo que nunca se descompuso después de haber sido enterrado? ¿Una señal divina o una historia de terror?
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No sería la primera vez. No sería el primer beato o santo al que descubren en condiciones similares después de que lo desentierran. Una señal de santidad valoradísima a lo largo de los dos mil años de historia de la Iglesia católica.
Para no ir muy lejos, en Colombia también existe un beato incorrupto. Se llama Mariano de Jesús Euse, más conocido como el padre Marianito, que nació el 14 de octubre de 1845 en la población antioqueña de Yarumal y murió el 13 de julio de 1926, a los 81 años, en la vecina Angostura, donde vivió la mayor parte de su vida y donde se hizo santo. Dicen que hablaba con Dios y que sanaba a los enfermos con solo tocarlos. Y aunque su cuerpo fue descubierto en un estado casi perfecto cuando lo desenterraron, más adelante se pudrió.
En el santuario donde reposa su cuerpo hay miles de placas de agradecimiento por favores recibidos. Sobre todo de sanaciones de enfermedades terminales. Mariano y Mariana se cuentan entre los nombres más comunes en el pueblo.
La exhumación de Marianito ocurrió en 1936, diez años después de su muerte. Hay una leyenda digna de una película de terror. El rumor sobre el cuerpo incorrupto habría llegado hasta su pueblo natal, Yarumal, donde sus devotos paisanos emprendieron camino hacia Angostura para reclamar lo que era suyo. Porque él nació en Yarumal y no en Angostura. Una turba de feligreses habría llegado, armada con cuchillos, tijeras y navajas. Ya que no podían tener al difunto en sus dominios, querían arrancarle, así fuera a pellizcos o a cuchilladas, al menos un pedazo de esa carne rancia y rejuda que era su santa momia.
La momia de Marianito estuvo expuesta a la veneración pública desde que la hallaron en 1936, hasta 1988. La gente podía observarlo dentro de un ataúd con cofre de vidrio, pegado a una tapia, de pie. Pero tuvieron que tapar el sepulcro ese año, porque así lo exigía el proceso de beatificación, para que no tuviera culto público.
En 1999 fue necesario destapar la tumba para extraer algunas reliquias que pedía la Santa Sede, y fue ahí cuando encontraron el cuerpo corrompido como consecuencia de un incendio en una edificación vecina al templo –por el agua con el que apagaron las llamas– o por un vendaval muy fuerte que cayó cerca de la tumba. No hay certeza. Las paredes de la iglesia se habían llenado de humedad, y la santa momia terminó podrida.
Recuerda el padre Palacio que solo quedaron los huesos, que fueron acomodados para armar de nuevo la figura. Mandaron a hacerle una máscara de cera, al igual que las manos. Pero antes le arrancaron varias falanges de la mano izquierda, que enviaron al Vaticano como parte de los requisitos de beatificación.
Desde los principios de la Iglesia católica ha existido la –escabrosa– tradición de atesorar, para la posteridad, restos de los santos: cuerpos enteros, extremidades, dedos, huesos, cenizas, el pelo; o pertenencias: sus ropajes, los libros, la cama, la camándula.
El 6 de mayo de 2009, en la plaza de San Pedro, Benedicto XVI defendió la devoción –calificada de fetichismo por muchos– hacia esos despojos coleccionados como si fueran piezas de arte religioso. “A propósito de las reliquias de los santos cristianos, hay que aclarar que ellos, al haber participado en la resurrección de Cristo, no pueden ser considerados simplemente como muertos”, sentenció el pontífice.
La religiosa y educadora antioqueña Laura Montoya, la primera santa colombiana (1874-1949) fue descubierta como cualquier mortal cuando la exhumaron. Las lauritas –como les dicen a sus discípulas– tenían la esperanza de que su cuerpo se conservara incorrupto. Pero estaba en los meros huesos, revueltos en la tierra. Sin embargo, las constituciones de su obra –las normas–, que ella misma escribió y que ubicaron en el ataúd a la altura del cuello, aparecieron perfectas. Un cuadernito tostado, intacto, en medio de la tierra y los huesos. Una señal de su santidad, dirán.
A la santa Laura, canonizada por el papa Francisco el 12 de mayo de 2013 en el Vaticano, no la desbarataron tanto como a otros santos a los que les han arrancado la cabeza, los ojos o el corazón. Apenas le quitaron dos falanges del segundo dedo del pie derecho y una costilla izquierda, la número once. Esas reliquias son conservadas con devoción en su Jericó natal y en distintas iglesias y templos en los 21 países donde las lauritas tienen misiones con comunidades pobres y víctimas de las guerras. Un mechón de pelo se ostenta con discreción en un cofre, encima de un cuadro con su imagen, en la catedral de Nuestra Señora del Carmen del Líbano, Tolima.
agv