Washington
El pasado miércoles, Julián Castro, aspirante demócrata a la presidencia de Estados Unidos en las elecciones de 2020, compró un espacio publicitario en el programa matutino Fox and Friends, el favorito de Donald Trump, para decirle directamente y sin tapujos que es un racista.
“Lo vimos en El Paso: estadounidenses fueron asesinados porque avivaste el fuego de los racistas. Gente inocente fue tiroteada porque no se parecen a ti. Porque se parecen a mí y a mi familia”. Castro es el único candidato de origen hispano, nieto de una emigrante nacida en el norte de México.
El tiroteo en El Paso de principios de mes, el séptimo más sanguinario de la historia de EU (22 muertos), estaba dirigido directamente a “matar mexicanos” (el autor asesinó a ocho). El objetivo de acabar con la “invasión” hispana en Texas ha puesto en el foco mediático, otra vez, la tendencia del presidente a abrazar posiciones racistas.
“Invasión” es una palabra que, en más de una ocasión, Trump ha utilizado para alarmar a su base de votantes y vilipendiar a la población no blanca. El manifiesto publicado por el autor del tiroteo, Patrick Crusius (21 años), estaba saturado del ideario del supremacismo blanco, sintiéndose víctima de un supuesto plan para eliminar la raza aria y abrazando las declaraciones de Trump cuando ataca a la comunidad inmigrante.
El Paso ha puesto sobre la mesa otra vez el tema sobre qué hacer con las armas, pero la novedad es el debate sobre cómo acabar con el extremismo racista que, desde hace unos años, se está volviendo cada vez más sanguinario, aupado por discursos políticos como los de Trump y aliados. Según un recuento del diario británico The Guardian, en los últimos ocho años han muerto más de 175 personas en todo el mundo en 16 masacres perpetradas por supremacistas blancos.
El pasado fin de semana, The Washington Post publicaba un reportaje en el que explicaba que lo que más molestaba a Trump era que le llamaran “racista”.
El escritor Ta-Nehisi Coates lo definió como “el primer presidente blanco” en un célebre ensayo publicado en The Atlantic en octubre de 2017, argumentando que “el fundamento de la presidencia de Donald Trump es la negación del legado de Barack Obama... Se dice que Trump no tiene ideología, pero no es cierto: su ideología es el supremacismo blanco, en todo su poder más truculento y mojigato”, aseguró. “Su blancura no es ni teórica ni simbólica: es el puro núcleo de su poder”, sentenció.
Sólo hay que ver su historial. En la década de 1970 fue demandado junto con su padre por discriminar a inquilinos negros en sus propiedades; en 1989 pidió restablecer la pena de muerte para ejecutar a los “Cinco de Central Park”, adolescentes afroestadounidenses acusados de haber violado a una mujer y que fueron exonerados en 2002 sin recibir la disculpa de la entonces celebridad.
Desde su entrada en política, con el púlpito de los medios de comunicación a su merced y con el mayor altavoz del mundo, Trump ha convertido su retórica en carne para el supremacismo blanco. Empezó llamando a los mexicanos “violadores”; criticó a un juez por su origen hispano; llamó a las naciones africanas y centroamericanas “agujeros de mierda”.
Apenas el 12 de agosto se cumplieron dos años de la muerte de Heather Heyer en Charlottesville, arrollada por un neonazi tras una manifestación fascista que le costó denunciar asegurando que había “buenas personas” tanto en el lado racista como en la contraprotesta. El asesino, James Fields, fue sentenciado hace unas semanas a cadena perpetua más 419 años de prisión.
No hay intención de cambiar el discurso. El pasado mes insultó a cuatro congresistas demócratas no blancas diciéndoles que “regresaran a su país” (todas son ciudadanas, tres de ellas nacidas en EU) y luego acusó que un distrito de la ciudad de Baltimore mayoritariamente negro está “infestado de ratas”.
Sus acciones antiinmigrantes son otro ejemplo: empezando por su “veto musulmán” y terminando por la idea de un sistema migratorio “meritocrático” que no es más que una fachada de proceso clasista y racial que privilegia a extranjeros blancos y ricos sobre los refugiados que llegan de países en crisis de Centroamérica o África.
Además, se está rodeando de elementos del movimiento de odio: el Southern Poverty Law Center (SPLC), un grupo antiodio, descubrió recientemente que al menos cinco personas están vinculadas a movimientos de ultraderecha y supremacismo blanco. Una de ellas, funcionario del Departamento de Estado, fue suspendido del empleo al descubrirse. Varias de sus supuestas cuentas en redes sociales publicaban imágenes evocadoras del nazismo.
No hay visos que vaya a cambiar nada. Trump, según el Post, ve los ataques a su racismo como una estratagema política para desacreditarle, al igual que la “caza de brujas” de la trama rusa. Sus seguidores, si le compran el razonamiento que simplemente es un batalla política y no nada más profundo, le seguirán a pies juntillas; igual que no les importó las acusaciones de agresión sexual que aparecieron a pocas semanas de las elecciones de 2016 y que no le impidieron hacerse con la Casa Blanca.
El manifiesto de Crusius era un calco de las palabras insultantes de Trump contra los migrantes; el presidente de EU, y parte de la nueva oleada de populismo que domina el mundo occidental, legitiman los extremismos. Kevin MacDonald, reconocido antisemita muy popular e influyente entre la extrema derecha, escribió en sus redes sociales: “Estoy de acuerdo con el tirador [de El Paso] en que los demócratas ven la inmigración como un camino para tener poder permanente […] No será el último recodo de violencia de la gente preocupada por el El Gran Reemplazo [una teoría de la extrema derecha según la cual la población cristiana blanca europea será sustituida por no europeos]”. El discurso de Trump y del supremacismo blanco van casi de la mano.
El tema es tan grave que incluso la Catedral Nacional de Washington, que ha oficiado los funerales de cuatro presidentes, emitió una inusual carta donde acusaba Trump del auge del racismo en EU. La oleada de inspiración supremacista blanca y su paso a la acción violenta no se explica tampoco sin las redes sociales y foros como 8chan (ahora suspendido), espacios sin filtro donde la radicalización es exponencial, un oasis para los extremismos. “Con internet es como si hubiera buffet libre de odio para la gente joven que quiere encontrar este tipo de narrativas”, explicó a NBC Christian Picciolini, un exsupremacista blanco dedicado a la rehabilitación de sus exacólitos. “Sus algoritmos trabajan para radicalizarnos si aterrizamos en el lugar equivocado”, aseguraba.
Algunos países y legisladores han empezado a trabajar para ver cómo eliminar contenido extremista de la red. Internet y su inabarcable capacidad de comunicación incluso con todos los obstáculos imaginables no tiene la culpa única: medios de comunicación y periodistas ultraconservadores, incluyendo la popular Fox News, se dedica a complacer el discurso del presidente al esparcir su ideario, que aviva el fuego de odio hacia lo diferente y llama a actuar de forma inmediata para evitar el “reemplazamiento” de los blancos.
Aunque el Buró Federal de Investigaciones (FBI) ha admitido que el supremacismo blanco es la principal amenaza de terrorismo doméstico, las agencias policiales no están preparadas para combatirlo, pues se centran en la supuesta amenaza islamista.