En localidades de Filipinas, España, México y El Salvador se siguen llevando a cabo representaciones extremas de la pasión de Cristo, a pesar de que en algunos casos son reprobadas por la Iglesia Católica.
Las procesiones de Semana Santa en las que se practica el castigo físico y la autoflagelación suelen contar con la complicidad de fieles y turistas que, cada año, acuden en masa para disfrutar de estas escenas chocantes en las que los penitentes ponen a prueba su fe emulando los sufrimientos del nazareno durante su agonía.
Sin duda, la Semana Santa más violenta tiene lugar en las Filipinas, en la provincia de Pampanga, a unos 100 kilómetros al norte de Manila. Su origen se encuentra en una versión de la pasión de Cristo escrita por un dramaturgo local a mediados del siglo pasado, en la que el sufrimiento máximo se considera una forma efectiva de limpiar los pecados.
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El calvario filipino concluye con una crucifixión literal, con clavos de ocho centímetros perforando las manos y los pies del penitente para recrear con el mayor realismo posible la muerte de Cristo. Los figurantes, entre los que también hay mujeres, permanecen unos diez minutos clavados en la cruz antes de ser descolgados para una revisión médica luego de realizar un acto de comunión suprema, reproduciendo escrupulosamente el último padecimiento del nazareno en una secuencia tan intensa como macabra.
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Los momentos previos a la crucifixión se recrean también de manera descarnada, con los penitentes flagelándose la espalda con varas de bambú, portando coronas de espinas en sus cabezas y algunos cargando sobre sus hombros cruces de más de 25 kilos de peso.
La Semana Santa filipina, que comenzó a celebrarse de manera extrema en 1962, es desaprobada por las autoridades sanitarias y la Iglesia católica local, al igual que sucede en otras latitudes donde se llevan a cabo este tipo de representaciones al límite.
"La crucifixión y la muerte de Jesús son más que suficientes para salvar a la humanidad de los efectos de sus pecados. Son acontecimientos que ocurren una vez en la vida y que no hay necesidad de repetir", advierte Jerome Secillano, de la Conferencia de Obispos Católicos de Filipinas, al cuestionar estas prácticas que congregan cada año a una multitud de devotos, pero también curiosos que buscan emociones fuertes.
La población mexicana de Taxco es otro de los lugares que ocupa un espacio destacado en el ranking planetario de las puestas en escena más impactantes de la Semana Santa, como es la procesión de los Entrecruzados.
Centenares de encapuchados recorren descalzos unos dos kilómetros por las angostas calles empedradas del centro histórico de la localidad mexicana cargando a sus espaldas pesados rollos de espinas, acompañados por los flagelantes que se azotan las espaldas con látigos rematados con clavos, los que les provoca llagas sangrantes. Para que no falte nada en este lúgubre escenario, en la procesión participan también las ánimas, mujeres vestidas de negro que arrastran cadenas y llevan cruces.
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Una representación más lúdica y mucho menos dolorosa, es la que tiene lugar en El Salvador, concretamente en las localidades de Texistepeque y Chalchuapa, donde los conocidos como diablos o talcigüines toman las calles encapuchados, ataviados de rojo y blandiendo cintas de cuero para dedicarse a soltar latigazos indiscriminadamente; también a los transeúntes que se cruzan en su camino. Dice la tradición que por cada azote que se recibe, un pecado menos, por lo que lugareños y turistas reciben resignados las sacudidas de los diablillos que se emplean a fondo durante una procesión a la que muchos le encuentran su punto divertido, aunque salgan magullados.
En España también se siguen produciendo recreaciones extremas de la Semana Santa, a pesar de que en las últimas décadas han ido desapareciendo las más truculentas.
En San Vicente de la Sonsierra, un pequeño pueblo de La Rioja, subsiste la tradición medieval de los `picaos´, por la que durante la procesión de Jueves Santo y el Viacrucis del Viernes los penitentes pasean por el pueblo descalzos, encapuchados y azotándose la espalda por encima del hombro, alternativamente. Se autoinfligen cada uno entre 800 y mil latigazos, mientras otro cófrade golpea levemente sobre los moretones con una bola de cera que lleva incrustados seis cristales para hacer brotar la sangre del dorso y evitar mayores complicaciones. Cuando acaba el martirio, el penitente recibe una cura con agua de romero.
Los `empalaos´ de Valverde de la Vera, en Cáceres, también compiten a su manera por fabricar las escenas más sobrecogedoras. En una de las tradiciones más misteriosas y siniestras de la Semana Santa española, los torsos y los brazos de los penitentes son amarrados por completo con una soga de esparto para quedar atados en cruz a un timón de arado. A continuación, caminan descalzos por las oscuras calles del pueblo, con el tronco a cuestas y una corona de espinas en la cabeza, cubiertos por un velo blanco, arrodillándose en señal de respeto mutuo cada vez que se cruzan con otros `empalaos´.
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"Todas las explicaciones eran religiosas, de ahí que fuera la institución eclesiástica y sus miembros los que estuvieran obligados a dar muestras de expiación pública como respuesta colectiva, animando a los feligreses a acudir a los oficios religiosos, misas solemnes, ayunos, procesiones, confesiones en masa y penitencias, para lograr el perdón divino", relata la historiadora Gloria Franco Rubio, aludiendo a los orígenes medievales de la purga de los pecados en Semana Santa.
Las autoridades españolas prohibieron en el siglo XVIII la presencia de flagelantes y displicentes durante las procesiones de Semana Santa, por considerar que atentaban al decoro y el buen gusto. Poco a poco fueron desapareciendo estas ceremonias de mortificación que, no obstante, se siguen representando en diversos puntos de la galaxia católica, algunas de ellas surgidas de versiones más modernas, pero igual de impresionantes y dolorosas.