José Antonio Delgado
recibía la llamada y debían ponerse en marcha. “Nos desplazábamos a toda velocidad a la zona del país donde se había producido el brote. A veces íbamos en Jeep, pero si estaba lejos o no era accesible, usábamos el helicóptero”, recuerda el médico su trabajo en Guinea durante la epidemia de ébola que golpeó África entre 2013 y 2016 .
“Viajé a Guinea para seis semanas con la misión española del Centro Europeo de Control de Enfermedades (ECDC), pero terminó contratándome la Organización Mundial de la Salud (OMS) y pasé allí un año”, dice a EL UNIVERSAL Delgado, nacido en Ciudad de México en 1981 y con residencia española desde 2008.
Cuando la epidemia se extendió por el oeste de África, matando a 11 mil personas, la comunidad internacional sufría para frenarla por culpa de la falta de recursos africanos, tanto en personal como en medios técnicos. Delgado había estudiado Medicina en la Universidad La Salle en México y, tras años de formación en Europa, trabajaba en un hospital español, en Elche (Alicante). Se apuntó a la expedición de la ECDC y en mayo de 2015 viajó a Guinea.
“Cuando llegué, la epidemia estaba en su pico. Allí pasé a trabajar con la OMS y desarrollé un árbol de toma de decisiones para que los médicos descartaran otras enfermedades cuando les llegaban pacientes de ébola en un estado inicial. Hay síntomas, como las fiebres altas, que pueden confundirse con enfermedades como el paludismo, y yo elaboré un método para precisar el diagnóstico”, explica Delgado.
El médico se estableció en la región guineana de Forecariah. Allí coordinaba a 40 epidemiólogos y se desplazaban ante nuevos brotes. Una vez que la epidemia fue controlada, sus esfuerzos se centraron en el control de las fronteras, para que los enfermos no cruzaran sin control entre Guinea y Sierra Leona.
La enorme carga de trabajo, el miedo al contagio y la inestabilidad política en Guinea llevan a Delgado a definir aquel año como “muy estresante”, pero recuerda como una de sus grandes experiencias profesionales y vitales su contribución a controlar una de las peores epidemias vividas en décadas. “Me ayudó haber estudiado en México y la experiencia del servicio social del internado”, explica ahora desde su nuevo puesto, en la Unidad de Epidemiología en la Consejería de Sanitat Valenciana.
Uno de los aspectos más complejos de su misión era la relación con la población local. “La gente en las aldeas estaba nerviosa y tenía mucho miedo. El virus era letal, muchos perdían a sus familiares, y se sentían intimidados al ver a extranjeros”, cuenta.
Ante cada brote, los sanitarios extranjeros ponían en cuarentena a la población. “Para una sociedad tan familiar, era muy duro que se llevaran a uno de sus miembros, que a veces ya no volvía nunca”, dice. La distancia cultural dificultó el control de la epidemia. “Cuando alguien muere, ellos acostumbran a lavar el cadáver y a celebrar un funeral masivo. Eso era un desastre médico, porque la carga viral en el momento de la muerte es máxima, así que la enfermedad se propagaba mucho. Por eso tuvimos que intervenir. No permitíamos tocar el cadáver y se aseguraba el entierro”, recuerda Delgado.
En enero de 2016 se declaró el fin de la epidemia y el 30 de abril Delgado regresó con la mayor parte de la ayuda internacional. Sólo se mantuvo un retén para ocuparse del control y de las cicatrices dejadas por la plaga, especialmente las depresiones y los estigmas sobre los supervivientes.
“La labor que se hizo allí fue muy buena y permitió mejorar protocolos y servicios en África, pero no es un trabajo a largo plazo. La gente sigue en una situación vulnerable y podrían sufrir los efectos de una nueva epidemia”, lamenta.