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El 7 de septiembre de 1984. Esa es la fecha que el agricultor Francisco López Flores, de 74 años, lleva como una huella imborrable en su memoria. Aquel día, su hijo mayor, Hugo López Sagastizábal, fue secuestrado y asesinado en la comunidad de Ciato, distrito de San Francisco, provincia de La Mar (Ayacucho). Francisco López estaba preso y no sabría de la muerte de Hugo hasta dos años después, cuando salió en libertad. No se encontró a los culpables, nunca hubo un juicio y tampoco un entierro para el primogénito del agricultor. Han pasado 35 años y este hombre de andar cansino conserva los restos óseos de Hugo envueltos en una manta.
Él asegura que todavía espera de una orden de las autoridades que velan por las víctimas del terrorismo para dar sepultura a su hijo. Dice que así se lo indicaron y que ya no quiere volver a equivocarse: “Cometí un error y no estuve cuando a él lo mataron”.
A inicios de 1982, Francisco López trabajaba de día en las chacras de cacao que tenía en Las Palmas para mantener a su familia; y de noche, como peón en una poza donde elaboraba pasta básica de cocaína (PBC) con otros seis agricultores. Entonces, las primeras columnas de Sendero Luminoso empezaban a incursionar en las pobres comunidades del distrito de San Francisco para captar a los jóvenes, pero casi nadie ahí entendía bien lo que estaba ocurriendo. Una noche, Francisco fue convencido por su patrón de llevar en hombros varios ladrillos de PBC que iban a ser procesados en otra poza. La policía lo capturó en el trayecto, y fue sentenciado a cuatro años de cárcel por tráfico de drogas .
Hugo López Sagastizábal tenía 19 años, ya había concluido el colegio y, por ser el mayor de los seis hijos de Francisco, tuvo que hacerse cargo de los sembríos de cacao. Desde pequeño había acompañado a su padre en las faenas diarias y conocía bien a lo que se dedicaría durante los dos años siguientes.
Las Palmas es un caserío donde actualmente viven 62 campesinos en casas hechas de tablones y techadas con calaminas. Todas circundan un amplio descampado que, a manera de plaza principal, es utilizado para las actividades del único colegio del sector. Los vecinos más antiguos recuerdan que Sendero Luminoso reunía allí a los jóvenes de la comunidad antes de llevárselos a sus largas jornadas de adoctrinamiento. “Los que no obedecían eran amenazados de muerte. A algunos los mataron”, dicen. Francisco señala desde la puerta de su casa al descampado y piensa en voz alta: “La vida aquí no valía ni el precio del pan”. Según la Comisión de la Verdad y Reconciliación, el número total de muertos y desaparecidos a causa del conflicto armado en el país se puede estimar en 69,280.
Las continuas incursiones terroristas convirtieron rápidamente a los pueblos de San Francisco en zonas de emergencia. Los comuneros vivían entre el miedo a los subversivos y el pavor por la presencia de los militares que veían en todos a un enemigo oculto. Hugo López había sido conminado varias veces a participar de las reuniones senderistas. Por eso, cuando los militares investigaban entre los comuneros de otros pueblos qué seguidores había granjeado el terrorismo en Las Palmas, Hugo y un vecino suyo fueron los primeros en ser señalados.
La noche del 7 de septiembre de 1984, Hugo López, ya de 21 años, y su amigo, un año mayor, abordaron un bus que se dirigía a la localidad de Rosario. Poco antes de su destino, en la comunidad de Ciato, una patrulla irrumpió en el vehículo y se llevó a los dos jóvenes. Ese fue por varias semanas el comentario general en Las Palmas.
Dolores Sagastizábal, la madre de Hugo, acudió al puesto policial de San Francisco pero ahí le dijeron que, la misma noche de la intervención, su hijo había sido liberado. La mujer pasó casi un año de intensa búsqueda, hasta que un comunero de Ciato llegó a Las Palmas para contarle que había dos cadáveres al borde del riachuelo que discurre por su comunidad. La zona era siempre vigilada por soldados, pero Dolores consiguió acercarse y a escondidas alejó del riachuelo los dos conjuntos de huesos que encontró. No se atrevió a regresar sola, temía ser detenida y asesinada como su hijo. En una cárcel de Huamanga (Ayacucho) a Francisco López lo consumía la desesperación por salir a buscar a su hijo.
En noviembre de 1986, Francisco cumplió su sentencia. Dice que en su primera noche de libertad, Dolores le explicó a qué horas el lugar quedaba sin vigilancia y cómo llegar. En la tarde siguiente fueron juntos y allí Francisco identificó los restos que pertenecían a Hugo por una pequeña prominencia en el cráneo. Y aunque estaban hechos harapos, Dolores también reconoció la camisa y el pantalón de su hijo. En lo que quedaba de un bolsillo todavía estaba la billetera con la libreta electoral de Hugo, calendarios, estampas religiosas y una foto de él en tamaño carné. Los esposos cargaron todo y lo llevaron hasta su casa. Habían pasado dos años desde el asesinato, pero Francisco y Dolores apenas empezaban una larguísima espera por justicia.
Vivir con el dolor
Es paradójico, pero el único consuelo que Dolores Sagastizábal encontraba a veces al terrible desenlace de su hijo era saber que aún podía tener algo de él. Lo que quedaba de la estructura ósea de Hugo López fue envuelta en una manta y colocada dentro de una pequeña caja de madera, en el cuarto donde él dormía. Por las roturas en sus prendas, Hugo, al parecer, había muerto después de ser arrastrado de rodillas y acuchillado en el vientre. Francisco y Dolores buscaba que las autoridades constaten lo que había ocurrido con su hijo y encuentren a los asesinos. Por eso, en los años siguientes al crimen, la pareja de campesinos decidió tener como una prueba lo que encontraron de la osamenta de Hugo.
Hacia el 2010, el Estado indemnizó con S/10.000 a la familia López y le dio un certificado, según Francisco, al tomar en cuenta su testimonio, el de Dolores y de testigos que indicaban que Hugo había sido asesinado por militares destacados a Ayacucho. El agricultor asegura que ese mismo año funcionarios que atendían a familiares de las víctimas del terrorismo -no recuerda con claridad a qué entidad pertenecían- se reunieron con los comuneros de San Francisco, y que ahí le pidieron aguardar una orden de la Comisión Multisectorial de Alto Nivel (CMAN) del Ministerio de Justicia para que pueda enterrar los restos de su hijo. Francisco sostiene que la misma delegación llegaba cada año a Las Palmas y, tras exponer su caso, volvían a pedirle que continúe a la espera de la disposición. “No lo podía enterrar", señala Francisco, "qué tal si lo hacía y un día venían a preguntarme”.
La familia Lópéz no tiene un acta de defunción de Hugo. Tampoco llegó a inscribirlo en el Registro Único de Víctimas (RUV) del periodo de violencia en el país (1980 - 2000), en el cual se ha acreditado hasta la fecha más de 249 mil personas y comunidades afectadas. La supuesta orden que Francisco y Dolores esperaban ha ido gastando sus años y sus vidas.
Hoy en día ellos ya no viven juntos. El clima de San Francisco obligó a que Dolores vaya a vivir en la comunidad de Maynay, en Huanta, con uno de sus hijos; los otros se casaron y radican con sus familias en otras zonas de Ayacucho. Solo Francisco quedó en Las Palmas al cuidado de los sembríos de cacao. El segundo piso de su casa es un ambiente casi vacío. En el lado donde estaba la habitación de Hugo, Francisco ha improvisado una especie de altar. Ahí están la caja de madera con lo que halló de su hijo, envuelto en una tela celeste que lleva un crucifijo. Al costado, baldes con flores marchitas y cuadros de la Virgen Dolorosa y el Señor de Maynay. La única foto que Francisco tiene en vida de su hijo es la que este llevaba en la billetera cuando fue asesinado: una borrosa imagen en blanco y negro donde Hugo aparece en sus años de escolar.
Ahora que Francisco ha comenzado a desenredar la manta sobre una mesa, surgen también dos cassettes de Los Shapis, un peine incompleto y los botines que Hugo calzaba la última noche de su vida. Francisco dice que hace esto, como una suerte de ritual, cada vez que los mismos funcionarios llegan al centro comunal de Las Palmas. Luego, va y les pide que visiten su casa para que corroboren que ha cumplido con no realizar el entierro como le indicaron, pero asegura que recibe siempre la misma respuesta: “Ya vamos a ir, y ahí lo vas a poder enterrar", parafrasea. "Por eso aquí lo tengo”.
Algunos de sus vecinos en Las Palmas creen que la pérdida de Hugo pudo trastocar a Francisco y Dolores más allá del dolor. “Ella me dice que así siente que aún tiene a Hugo a su lado”, dice él con la mirada enrojecida y clavada en el vacío. “Pero creo que cuando nos den esa orden ya se va a convencer”.
Caso debe ser asumido por la fiscalía
El coordinador general de la Comisión Multisectorial de Alto Nivel (CMAN) - Oficina Regional de Ayacucho, Yuber Alarcón, informó a El Comercio que la obligación de este organismo es implementar el proceso de reparación para las víctimas de la violencia, de acuerdo con la Ley que crea el Plan Integral de Reparaciones (Ley 28592). En esa línea, señaló que la CMAN no tiene entre sus atribuciones autorizar el entierro de alguna persona que haya fallecido durante los años del flagelo terrorista.
Remarcó que Francisco López debe informar su caso a la Fiscalía de Derechos Humanos de Ayacucho para que los restos que conserva sean analizados y se pueda corroborar la identidad. Solo de esa manera, apuntó, le podrían otorgar una partida de defunción de su hijo. Si Hugo López fue debidamente inscrito al nacer es muy probable que figure hasta hoy como alguien vivo. “No se me pasa por la cabeza que alguien le haya dicho a ese hombre que tenga los restos, es algo absurdo”, dijo el funcionario.
Alarcón consideró que Francisco López pudo haber recibido una muy mala información respecto de qué hacer con el cuerpo de su hijo, pero descartó que en ello haya participado personal de la CMAN Ayacucho. “Desconocía los hechos, desconozco a Francisco López. No he conversado con él ni en la oficina de Ayacucho ni cuando hemos hecho trabajo de campo”, declaró a El Comercio.
La CMAN, como parte del Ministerio de Justicia, se creó en el 2004 y con esta, las fiscalías especializadas en delitos de Terrorismo y Derechos Humanos. En tanto, la Ley que crea el Plan Integral de Reparaciones fue emitida el 2005, y desde el 2007 empezó a trabajarse en el Registro Único de Víctimas (RUV).
Según explicó el coordinador Alarcón, cualquiera que acreditara la vulneración de los derechos humanos de alguna persona o que indicara la muerte o desaparición de un familiar, podía inscribir a la víctima en el RUV sin necesidad de una partida de defunción. Cuando una víctima ya está debidamente registrada, la CMAN se encarga de la política de reparación. A partir del 2010, empezaron a pagarse reparaciones económicas de S/10 mil a los familiares de los acreditados en el RUV.
“Entiendo que el señor López hizo este trámite: señaló que su hijo fue asesinado, lo inscribieron en el registro y le dieron la reparación. Pero eso no tiene nada que ver eso con el tema del cuerpo. Ha tenido una información no apropiada en ese momento”, indicó.
Los trabajos con respecto al registro de víctimas no habrían estado exentos de otros errores. El coordinador de la CMAN Ayacucho detalló, por ejemplo, que ha encontrado casos en que no fueron añadidas todas las afectaciones de las víctimas o donde solo fueron inscritas las víctimas y no los familiares. Todo, anotó, se está tratando de corregir en nuevos trabajos de campo.
El tema de la formalización de víctimas era muy complejo en los años anteriores a la instalación de la Comisión Multisectorial de Alto Nivel (CMAN), es decir, cuando la Comisión de la Verdad y Reconciliación recogía los primeros testimonios sobre el conflicto armado interno (2001-2003). Y, más complicada aún, cuando solo había organismos privados de derechos humanos que asesoraban las denuncias y orientaban a las fiscalías penales. Esta situación también devenía en que a los deudos o familiares de las víctimas llegue información confusa o, por lo menos, imprecisa.
Alarcón refiere que durante los años de la violencia terrorista las víctimas mortales eran enterradas en los lugares donde sus familiares las encontraban. El Ministerio Público actualmente realiza un procedimiento sostenido de formalización de víctimas: recoge datos de los padres o testigos sobre el lugar del entierro, realiza la exhumación, identifica al cuerpo y determina la causa de la muerte. Luego, la víctima es inscrita en el registro de defunciones. Ese es el proceso que Francisco Flores, por información errónea o confusa, no ha tenido para su hijo desde hace más de tres décadas.
La CMAN estima que hay unas 4.600 fosas comunes y más de 20 mil desparecidos. Hugo López, quien no ha sido registrado como fallecido, figura como uno de estos.
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