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Lo más estremecedor de los pregones de Diego Martorell, un venezolano que anda por Bogotá preguntando a grito herido si "hay alguien con vida", es el silencio que les prosigue.
Apenas termina su proclama, tan jocosa e insolente que resulta imposible pasar por alto, hay una pausa de espera por un llamado de ayuda.
Pero, como él dice, pareciera que, a veces, no hay vida, "que el coronavirus hizo de las suyas aquí", en estos barrios de clase alta empotrados en las húmedas y frondosas montañas de los Andes.
Ante el silencio, Martorell baja su mirada, que estaba puesta en los edificios, emite un gemido de resignación y cansancio, y reanuda su arenga: "¿Hay alguien aquí con vida? Bolsas para la basura, sumercé, con lo que me pueda ayudar".
Gritos de auxilio de un carismático migrante venezolano de 27 años que está por ser padre por tercera vez, fue desalojado de la residencia donde vivía y, como la mayoría de sus compatriotas en Colombia, ha quedado en ruinas por cuenta de la pandemia del coronavirus.
Martorell se sabe la cifra, corroborada por centros de estudios: 9 de cada 10 venezolanos en Colombia vive de la economía informal, ahora parcialmente congelada por la cuarentena, que cumple cuatro meses.
Pero esta no es una historia de venezolanos, sino de los millones de personas —el 66% del empleo, según la Universidad del Rosario— cuyas necesidades pasaron de moderadas a alarmantes porque no hay dónde vender las empanadas, los aguacates o las bolsas de basura que compran a productores y distribuidores y revenden en los sectores acomodados o comerciales de las ciudades.
Con la pandemia, la pobreza en Colombia pasó del 25% al 45% y el desempleo formal del 12% al 20%, según cifras oficiales.
Pero esta tampoco es solo una historia de Colombia, donde la pandemia promete rebajar el crecimiento económico en un 5.5%, según el gobierno, sino de toda América Latina, región de empleo predominantemente informal que espera una recesión del 9.4%, de acuerdo al Fondo Monetario internacional(FMI).
Es la peor crisis desde que hay registros. Y el peor momento para vivir de la economía informal.
Dosis de su carisma venezolano
Martorell dice ser consciente de eso y por eso no quiere tomar la misma decisión que unos 100 mil venezolanos, según autoridades del país vecino: no quiere volver durante la pandemia al país del que se fueron porque se va la luz, no hay agua y los hospitales no tienen insumos.
"Si la cosa ya estaba jodida antes (en Venezuela), imagínate cómo está ahora con el coronavirus", señala.
Nacido en Punto Fijo, una ciudad costera con un pasado pujante de turismo y petróleo, Martorell se siente de clase media y "más criollo que una arepa, una hallaca y un cubito".
Su padre, de origen español, dejó la familia cuando era niño. Se graduó de bachiller e hizo, en Caracas, una licenciatura en procesos gerenciales que pagó con participaciones en comerciales de televisión. Tiene dos hijos, de 5 y 2 años de edad, y un tercero que puede nacer en cualquier momento. Por estos días vive en un inquilinato en los cerros del sur de Bogotá.
Su primer año en Colombia fue en Cali y lleva dos en Bogotá que ha sobrellevado con actuaciones y discursos en el transporte público, una de las actividades más comunes entre venezolanos.
Pero él intenta dejar a su audiencia con una enseñanza: "No me avergüenzo, porque el trabajo dignifica, y sé que, por cada turno, de cada 10 personas que me escuchan, unas dos o tres les queda mi mensaje (…) Un mensaje de que nada nos hace distintos, que eso que pasa por Cúcuta es un río, la única frontera que tenemos está en la cabeza".
Al menos dos encuestas han revelado que ya son mayoría los colombianos que rechazan la migración venezolana. Organizaciones especializadas han manifestado preocupación por el aumento de casos de xenofobia durante la pandemia. Y personas como Martorell se someten a diario a comentarios como, en sus palabras, "ustedes vinieron acá a robar, se vinieron a cagar a Colombia, devuélvanse a su país".
Diego, sin embargo, dice que los colombianos con "buen corazón" son mayoría. Por eso insiste en darle a los vecinos de barrios acomodados como Chapinero una pequeña dosis de su chispa venezolana, que incluye frases como "limpio casas, paseo perros, arreglo matrimonios; si no soporta a la suegra me la llevo, así esté fea".
Un pregón para cada momento
El silencio de la cuarentena en Bogotá se rompe con llamados de auxilio como los de Martorell: hay unos más explícitos, de familias enteras suplicando por ayuda, y otros que incluyen música y actuaciones.
Los grupos de mariachis, bolero y vallenato, que en tiempos normales son una de las facetas más vitales de la vigorosa noche bogotana, han sido la banda sonora de la pandemia.
Bogotá, una ciudad históricamente receptora de migrantes y entregada al comercio informal y la venta ambulante, tiene una larga tradición del pregón y el llamado perifoneo.
Vendedores de prensa, fruta y arena, reparadores de zapatos, afiladores de cuchillos y promotores de prostíbulos y pollerías, entre otros, han sido durante décadas parte del paisaje auditivo de la capital. Hacen chistes, piden "perdón por la molestia", reportan los beneficios de tal fruta.
Incluso existe una Asociación Colombiana de Publicidad Móvil y hay un par de locutores famosos cuya voz grave y penetrante y frases como "amigos, habitantes y visitantes de este sector" pueden sonar conocidas para muchos bogotanos.
"Cada pregón ha tenido su momento, y son comunes en otras partes del país, pero lo que reflejan es que la ciudad cambia a medida que ha sido configurada por gente de todas partes y que el bogotano, más que un temperamento concreto, es una mezcla de temperamentos de todas las índoles", dice Andrés Ospina, escritor y presentador de Callejeando, una serie sobre Bogotá.
Uno de los pregones más famosos era el de las mujeres a cargo de costales llenos de basura para reciclar: "Botella papel", gritaban, con énfasis en las "e" y una voz aguda y melancólica.
"Son estampas cromáticas que pretenden dar el ambiente, el sello, de la ciudad de ese momento", calificó en 1960 el actor de radionovelas Víctor Mallarino.
Martorell ahora se suma a esta historia de pregoneros. La llegada de dos millones de venezolanos a Colombia promete cambiar la vida de las ciudades en el país.
Y él explica su arenga de esta manera: "La gente está encerrada en su casa y pegada al teléfono y al televisor y no tienen vida, no pueden ni salir a sentir estas gotas (de lluvia)".
La estampa de estos tiempos de pandemia, pues, es una que se pregunta si "hay alguien con vida".
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